A petición mía, Pedro Ugarte, uno de nuestros mejores cuentistas, me ha enviado un cuento inédito: “Lejos de las estrellas”, ambientando en pleno fervor de los grandes descubrimientos científicos que se dieron en el siglo XIX.
Disfrutadlo: el cuento no tiene desperdicio.
Cuento de Pedro Ugarte: Lejos de las estrellas
En Leipzig, los paseos atropellados, convulsos, espasmódicos, del profesor Andreas Joachim Beckstein por las inmediaciones de Augustusplatz formaban parte del paisaje. Sus colegas los toleraban, con cierta indulgencia, porque el doctor Beckstein era un hombre del sur, un bávaro al que los azares de una carrera académica no demasiado brillante habían llevado tardíamente a la universidad de Leipzig. De todos modos, un bávaro siempre es un bávaro: un hombre apasionado y ruidoso, un incurable bebedor de cerveza, un cetrino católico siempre predispuesto a rehuir los compromisos y el trabajo. Por supuesto, Beckstein no se veía de ese modo, pero él sí veía a sus colegas a través de simétricos prejuicios: aquella universidad era un nido de aburridos sajones luteranos. El mismo August Ferdinand Moebius, decían todos, descendía de Martín Lutero. Beckstein era un hombre de ciencia, pero en los momentos en que dejaba de censurarse a sí mismo contemplaba al doctor Moebius con cierta prevención: a su difunta madre aquel matemático le habría parecido un pariente del mismo diablo.
A pesar de todo, Andreas Beckstein tenía buena relación con Moebius. Le veía siempre enfrascado en la teoría de los números y en distintas consideraciones sobre el espacio euclidiano tridimensional. En su mesa de trabajo, el doctor Moebius jugaba con tiras de cartón que adhería mediante densos grumos de cola, teniendo siempre cuidado de juntar ambas caras en sentido inverso. Dibujaba sobre ellas líneas infinitas y luego se sumía en complicadas operaciones matemáticas. August Moebius diseñaba objetos con una sola cara y Beckstein se preguntaba adónde llevarían aquellas ideaciones. Por eso, cuando dejaba de censurarse a sí mismo (de nuevo), se preguntaba si en la opinión de su madre sobre los herejes del norte de Alemania no habría algo de razón.
Los inquietos paseos por Leipzig del astrónomo sureño tenían un motivo estrictamente intelectual: una sorda competencia con Johann Gottfried Galle, astrónomo como él y profesor de la Universidad de Berlín. Galle había asentado su prestigio en el descubrimiento, hacia 1838, de uno de los anillos internos de Saturno. Ello había hecho resonar su nombre de Londres a San Petersburgo, en el círculo escogido de los astrónomos de Europa. Cuando tuvo conocimiento de aquella noticia, Andreas Beckstein, resentido, se propuso descubrir algo mejor.
Los sabios alemanes estaban persuadidos de que llegaba un tiempo nuevo, un tiempo en que la observación de los fenómenos físicos iba a imponerse a las habladurías, las evidencias a las leyendas, las demostraciones a las supersticiones. Los hallazgos eran diarios y, en el campo de la astronomía, deslumbrantes. Incluso había que mostrar cierto respeto ante las elucubraciones matemáticas de Moebius y sus divertidas cintas: quién sabe lo que algún día podría salir de allí.
Pero ahora, por desgracia, el rencor se apoderaba de Beckstein: su competidor Galle parecía no haberse contentado con el notable descubrimiento de anillos en Saturno, sino que había sido capaz de algo mucho más glorioso: el hallazgo de un nuevo planeta.
Desde que se conocía Urano, los astrónomos habían comprobado que Saturno y Júpiter no se comportaban tal como predecían las leyes de Kepler y de Newton. A la vista de aquellas perturbaciones, en el observatorio de París se habían empeñado en calcular cuál sería la posición de un hipotético planeta que pudiera explicar aquel fenómeno. El director del observatorio, Urbain Le Verrier, tenía una excelente relación con Galle, de modo que remitió ciertas indicaciones, extraídas de sus cálculos matemáticos, al astrónomo berlinés. Pues bien, si era cierto lo que luego publicaron los periódicos, el 23 de septiembre de 1846, Johann Gottfried Galle, apoyándose en los cálculos matemáticos de su colega parisino, había sido el primer ser humano en identificar el nuevo planeta.
Beckstein se sentía traicionado. No tenía ninguna duda de que, si hubiera contado con la información de Le Verrier, él se habría llevado el honor de señalar en primer lugar aquel cuerpo celeste. Por desgracia, el mundo de la ciencia no está menos sometido a las leyes del tiempo y del espacio que cualquier otra actividad humana: Galle había sido el primer hombre en contemplar aquel planeta; era un hecho irrebatible. Ahora ya solo quedaban cuestiones de segundo orden: cómo llamarlo, por ejemplo. Las primeras noticias hicieron inevitable una expresión meramente descriptiva: “el planeta que sigue a Urano”. Galle había sugerido el nombre de Jano. Algunos jóvenes científicos, atentos a su carrera, propusieron halagar a Le Verrier poniendo su nombre al nuevo astro. Desde San Petersburgo, antes de que terminara el año, el doctor Struve había sugerido el nombre de Neptuno.
Esas estúpidas discusiones no interesaban en exceso al pequeño astrónomo alemán. Lo que le molestaba, lo que le torturaba, es que Johann Galle se hubiera adelantado. Un nuevo planeta no se descubre todos los días y, muy posiblemente, en aquella generación no habría otra oportunidad.
En sus atormentados paseos, Andreas Beckstein cruzaba la Augustusplatz, invadía los jardines, pateaba las azucenas. Si recibía recriminaciones aceleraba el paso y se introducía en alguno de los pabellones de la universidad. Esta tarde, con el absurdo nombre de Neptuno dando vueltas en su cabeza, Beckstein se ha internado casi sin darse cuenta en las salas malolientes del animalario, donde permanecen recluidas toda clase de bestias para tareas taxonómicas o la realización de experimentos. El doctor Alexander von Humboldt, tras su largo periplo por América, había puesto de moda en las universidades alemanas el estudio de las ciencias naturales.
Beckstein transita ahora por las instalaciones indecentes del animalario, masticando sus desdichas. Piensa que el futuro de la humanidad se encuentra en aquel laberinto de cuerpos celestes que puede contemplarse, a simple vista, en las noches despejadas. El planeta recién descubierto luce un hermoso e intenso azul y es muy similar a Urano, aunque algo más pequeño. En esta estación tan temprana de la ciencia, Galle y Le Verrier ya han hecho historia. Beckstein, en cambio, teme que su nombre sea engullido por el tiempo.
Decide abandonar el pabellón, el más infecto de la universidad de Leipzig, siempre atestado de un hedor desagradable a comida podrida y orines de animal. Al salir, no tiene tiempo de fijarse en la última jaula, donde un simio consigue mantenerse en pie, sujetándose con las manos peludas a los barrotes de hierro. Sus muñecas están unidas por una pesada cadena, una gruesa argolla oprime su garganta. Y el simio a duras penas consigue mover el cuello para contemplar cómo huye hacia otra parte, resentido, el astrónomo alemán.
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