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lunes, 30 de noviembre de 2015

Cuento de Pablo Ferrer: Ser de piedra

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Cuento de Pablo Ferrer: Ser de piedra

Por primera vez en sus setenta años de existencia, y a pesar de lo elevado de su situación, Capitel andaba en horas bajas. La vida de quietud y contemplación que habían tallado para él sus padres le sacaba de quicio. Aunque el tiempo no corre igual para los elementos de una fachada catedralicia, la paciencia tiene un límite. Por cierto: lo del corazón de piedra es una leyenda urbana entre los pétreos. Ellos sienten demasiado: los humanos son otra cosa.
Arquitrabe de Bizancio y Bajorrelieve Palatino, sus mejores colegas de Erasmus allá en Aquisgrán, hacían aquella noche el papel del barman comprensivo. Capitel había bebido mucha agua de lluvia. “¡De qué me sirve ser parte de la belleza si ni siquiera puedo apreciarla en todo su esplendor!”, bramaba Capitel. “¡Para qué ser el remache inane de una inspiración, guardián de un tesoro del que no conozco el fulgor! ¡Para qué pasarnos la vida hablando de las dovelas, gárgolas y pechinas que nunca conoceremos! Quiero sentir un subidón de argamasa por las junturas, despertarme en Rávena, ver el atardecer en León, contar las estrellas en Notre Dame”.
Bajorrelieve asentía en silencio, con los ojillos brillantes. Sus explosiones de entusiasmo adolescente solían granjearle las bromas de sus colegas. “Escuché un rumor de la revista Molduras que anunciaba el próximo sábado la visita a la plaza de Piedra Angular y las Dóricas, a presentar su disco “Si eres un Mirón, cómprate un Discóbolo”.
Piedra Angular. La legendaria. A Capitel, romántico empedernido, le temblaron los cantones. De inmediato se puso a componerle un soneto. “Benditos los arquitectos que te desecharon, bendita sea ahora mi suerte, pues aquellos que no supieron verte, hasta mis pies hoy te encaminaron”. El sábado –era cierto el rumor– comenzó a recitarlo a voz en grito desde su puesto en la fachada de la catedral, pero no pudo llegar al segundo cuarteto. Trueno, Rayo y Tormenta se aliaron para suspender el espectáculo y comenzar a inspirar la “Tempestad” wagneriana con varios siglos de adelanto.

domingo, 29 de noviembre de 2015

Microrrelato de Antonio Fernández Molina: La pluma

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microrrelato, Antonio Fernández Molina

Microrrelato de Antonio Fernández Molina: La pluma

Había escrito varias hojas de papel cuando advirtió que desde hacía un rato la pluma escribía con tinta roja. Siguió adelante y un poco después aquella tinta le pareció sangre. Y era sangre en efecto. Pero continuó porque tenía ideas felices y las palabras fluían con naturalidad. Así siguió hasta redondear lo escrito al tiempo de acabársele la sangre a la pluma y caer muerta entre sus dedos.

Microrrelato de Luisa Valenzuela: Narcisa

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Microrrelato de Luisa Valenzuela: Narcisa

Como quien mira por la ventana del bar, miro la ventana. El tipo que me ve desde afuera entra para interpelarme.
–Me gustás.
–Lo mismo digo.
–¿Yo también te gusto?
–Nada de eso, me gusto yo. Me estaba mirando en el reflejo.

viernes, 27 de noviembre de 2015

Cuento de Giovanni Papini: El reloj parado a las siete

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Fotografía: FRC

“Yo sé que la vida, la de verdad, es la suma de aquellos momentos que, aunque fugaces, nos permiten percibir la sintonía del universo”.

Cuento de Giovanni Papini: El reloj parado a las siete

En una de las paredes de mi cuarto hay colgado un hermoso reloj antiguo que ya no funciona. Sus manecillas, detenidas desde casi siempre, señalan imperturbables la misma hora: las siete en punto.
Casi siempre, el reloj es sólo un inútil adorno sobre una blanquecina y vacía pared. Sin embargo, hay dos momentos en el día, dos fugaces instantes, en que el viejo reloj parece resurgir de sus cenizas como un ave fénix.
Cuando todos los relojes de la ciudad, en sus enloquecidos andares, y los cucús y los gongs de las máquinas hacen sonar siete veces su repetido canto, el viejo reloj de mi habitación parece cobrar vida. Dos veces al día, por la mañana y por la noche, el reloj se siente en completa armonía con el resto del mundo.
Si alguien mirara el reloj solamente en esos dos momentos, diría que funciona a la perfección… Pero, pasado ese instante, cuando los demás relojes callan su canto y las manecillas continúan su monótono camino, mi viejo reloj pierde su paso y permanece fiel a aquella hora que una vez detuvo su andar.
Y yo amo ese reloj. Y cuanto más hablo de él, más lo amo, porque cada vez siento que me parezco más a él.
También yo estoy detenido en un tiempo. También yo me siento clavado e inmóvil. También yo soy, de alguna manera, un adorno inútil en una pared vacía.
Pero disfruto también de fugaces momentos en que, misteriosamente, llega mi hora.
Durante ese tiempo siento que estoy vivo. Todo está claro y el mundo se vuelve maravilloso. Puedo crear, soñar, volar, decir y sentir más cosas en esos instantes que en todo el resto del tiempo. Estas conjunciones armónicas se dan y se repiten una y otra vez, como una secuencia inexorable.
La primera vez que lo sentí, traté de aferrarme a ese instante creyendo que podría hacerlo durar para siempre. Pero no fue así. Como mi amigo el reloj, también se me escapa el tiempo de los demás.
Pasados esos momentos, los demás relojes, que anidan en otros hombres, continúan su giro, y yo vuelvo a mi rutinaria muerte estática, a mi trabajo, a mis charlas de café, a mi aburrido andar, que acostumbro a llamar vida.
Pero sé que la vida es otra cosa.
Yo sé que la vida, la de verdad, es la suma de aquellos momentos que, aunque fugaces, nos permiten percibir la sintonía del universo.
Casi todo el mundo, pobre iluso, cree que vive.
Solo hay momentos de plenitud, y aquellos que no lo sepan e insistan en querer vivir para siempre, quedarán condenados al mundo del gris y repetitivo andar de la cotidianidad.
Por eso te amo, reloj. Porque somos la misma cosa tú y yo.

Cuento de Pablo Lorente Muñoz: La tradición

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Cuento de Pablo Lorente Muñoz: La tradición 

Le costó varios días, pero al final lo comprendió.
Prepararla le llevó toda la tarde y gran parte de la noche. Luego prendió fuego a la pira.
Varios años antes, los cadáveres que en ese momento ardían ese día en la hoguera, entraron en su poblado a sangre, fuego y pólvora. Primero mataron a todos los hombres; conforme los iban masacrando, muy en el fondo de su corazón, se aliviaron porque no les amputaban las extremidades caprichosamente.
Luego mataron a las mujeres más mayores y violaron a las más jóvenes; las mujeres brutalmente violadas, muy en el fondo de su corazón, sintieron alivio al saber que las más mayores no habían tenido que soportar aquello.
Cuando saciaron su hambre mitológica, a él y a los demás niños, para los que no había consuelo, esperanza, ni razón en el fondo de ningún corazón, les cortaron una oreja al azar y los molieron a palos durante días.
Cuando los muchachos se pudieron mover, se los llevaron a otro lugar, les dieron un AK-47 con muchas drogas y muchas balas y los modelaron a su imagen y semejanza. Poco después, los muchachos que superaban las pruebas, el hambre y las peleas constantes, comenzaron a hacer lo mismo que ellos habían sufrido en otros poblados cada vez más lejanos. Sin embargo, por muy lejos que fueran, las escenas siempre eran las mismas y las lágrimas tenían siempre la misma forma.
Hasta aquel día.
Alumbrado por la pira, abrió su macuto y comprobó que su gran tesoro seguía en el mismo sitio: un libro con un mapa dentro, a eso se resumía su vida.



Extendió el mapa e intentó orientarse gracias a las estrellas; hacia el norte, siempre hacia el norte. Luego, como hacía todos los días desde que había salvado de las llamas aquel diccionario en una escuela remota de una lejana aldea, lo abrió al azar.
¿Cuántas palabras le quedarían por aprender? Había tantas…
Después de leer un rato, lo cerró con mimo y se preparó para la marcha. Arrojó el fusil al fuego y cogió una pistola y algo de munición. Luego, abriéndose paso por un mar de casquillos esparcidos por el suelo, fue abriendo las mochilas desperdigas por la refriega, cogió un par de cantimploras, algo para comer y alguna ropa. El camino hasta el norte sería largo, pero no le importaba.
Nada le importaba desde que, por fin, lo entendió. La primera vez que abrió el diccionario leyó la palabra “libertad”. Le costó varios días entender su significado, pero al final lo comprendió.
Pablo Lorente Muñoz (Zaragoza, 1979) es profesor, escritor y crítico. Es autor de los libros de cuentos Relatos desde ninguna parte (Eclipsados, Zaragoza, 2010) y Espejismos de la muerte (Certeza, Zaragoza, 2015). Como poeta ha publicado Informativos Tele Nada (Fundación Cultural Bajo Martín-Comuniter, 2013), En tierra de nadie (Sabara Editorial, 2014) y su obra se ha recogido en distintas obras colectivas. Como investigador y curioso es autor del manual Ser profesor de Lengua castellana y Literatura. Didáctica de la Lengua y la Literatura (Editorial Académica Española, 2012) y del ensayo Series de televisión y Literatura. El poder de la ficción (Comuniter, Zaragoza, 2015). 
Colabora habitualmente en diversos medios y escribe artículos de opinión en el periódico Bajo Aragón.

Desdicha del soltero, por Franz Kafka

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Franz Kafka, Desdicha del soltero
Franz Kafka

Desdicha del soltero

Franz Kafka

Parece tan terrible quedarse soltero, ser un viejo que tratando de conservar su dignidad suplica una invitación cada vez que quiere pasar una velada en compañía de otros seres, estar enfermo y desde el rincón de la cama contemplar durante semanas el cuarto vacío, despedirse siempre ante la puerta de calle, no ascender nunca las escaleras junto a su mujer, sólo tener una habitación con puertas laterales que conducen a habitaciones de extraños, traer la cena a casa en un paquete, tener que admirar a los niños de los demás y ni siquiera poder seguir repitiendo “Yo no lo tengo”, modelar su aspecto y su proceder de acuerdo a uno o dos solterones que uno conoció cuando era joven.
Así será, pero también hoy y más tarde, en realidad, será uno mismo quien esté allí, con un cuerpo y una cabeza reales, y también una frente, para poder golpeársela con la mano.

miércoles, 25 de noviembre de 2015

Nadie lo sabe [Cuento. Texto completo.] Sherwood Anderson

http://ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/anderson/nadie_lo_sabe.htm

Sherwood Anderson
Estados Unidos:
1876-1941
Nadie lo sabe[Cuento. Texto completo.]Sherwood Anderson
George Willard se levantó del escritorio que ocupaba en las oficinas del Winesburg Eagle, miró cautelosamente a su alrededor y salió con precipitación por la puerta trasera. La noche era calurosa y el cielo estaba cubierto de nubes; aunque no habían dado las ocho todavía, la callejuela a la que daba la parte trasera de las oficinas delEagle estaba oscura como la pez. Un tronco de caballos atado por allí a un poste invisible pataleó en el suelo duro y calcinado. De entre los mismos pies de George Willard saltó un gato v echó a correr, perdiéndose entre las tinieblas. El joven estaba nervioso. Durante todo el día había trabajado como si estuviese atontado debido a un golpe. Al pasar por la callejuela temblaba como aterrorizado.

George Willard fue avanzando en la oscuridad por la callejuela, caminando con cuidado y precaución. Las puertas traseras de las tiendas de Winesburgo estaban abiertas y pudo ver a muchas personas sentadas a la luz de las lámparas. En el tienda Myerbaum's Notion vio a la señora de Willy, el dueño de la taberna, de pie junto al mostrador, con una cesta en el brazo; la atendía un empleado que se llamaba Sid Green. Éste le hablaba con gran interés, inclinaba el cuerpo sobre el mostrador sin dejar de hablar.
 
George Willard se agazapó y atravesó de un salto el reguero de luz que se proyectaba a través del hueco de la puerta. Echó a correr hacia adelante en medio de las tinieblas. El viejo Jerry Bird, que era el borracho del pueblo, estaba dormido en el suelo detrás de la taberna de Ed Griffith. El fugitivo tropezó con las piernas del borracho que estaba despatarrado. Éste se echó a reír con risa entrecortada.

George Willard se había lanzado a una aventura. No había hecho en todo el día otra cosa que reunir ánimos para lanzarse a esa aventura, y ahora estaba ya metido en ella. Desde las seis había estado sentado en las oficinas del Winesburg Eagle haciendo esfuerzos por concentrar el pensamiento.

No llegó a tomar ninguna resolución. No hizo más que ponerse en pie de un salto, pasar precipitadamente junto a Will Henderson, que se encontraba leyendo pruebas en la imprenta, y echar a correr por la callejuela.

George Willard anduvo calles y calles, evitando encontrarse con la gente que pasaba. Cruzó una y otra vez la carretera. Cuando pasaba por debajo de un farol se echaba el sombrero hacia adelante para taparse la cara. No se atrevía a pensar. Lo dominaba el miedo, pero el miedo que ahora sentía era distinto del de antes. Temía que aquella aventura en que se había metido se estropease, que le faltase el valor y que se volviese atrás.

George Willard encontró a Louise Trunnion en la cocina de la casa de su padre. Estaba lavando los platos a la luz de una lámpara de petróleo. Allí estaba, detrás de la puerta de la pequeña cocina situada en la parte trasera de la casa. George Willard se detuvo junto a una empalizada e hizo un esfuerzo para dominar el temblor de su cuerpo. Ya sólo lo separaba de su aventura un estrecho sembrado de papas. Transcurrieron cinco minutos antes de que recobrase aplomo suficiente para llamarla.

-¡Louise! ¡Eh, Louise! -exclamó. El grito se le pegó a la garganta. Su voz fue sólo un susurro áspero.

Louise Trunnion se acercó, atravesando el sembrado de papas, con el trapo de secar los platos en la mano.

-¿Cómo sabes que voy a salir contigo? -dijo ella refunfuñando-. Muy seguro parece que estás.

George Willard no contestó. Permaneció mudo en la oscuridad, con la empalizada de por medio.

-Sigue adelante; papá está en casa. Yo iré detrás de ti. Espérame junto al pajar de William.

El joven reportero de periódico había recibido una carta de Louise Trunnion. Había llegado aquella misma mañana a las oficinas del Winesburg Eagle. La carta era concisa. «Soy tuya, si tú lo quieres», decía. Le molestó que allí, en la oscuridad, junto a la empalizada, hubiese afirmado que no había nada entre ellos. «¡Qué caprichosa! En verdad es muy caprichosa», murmuraba al mismo tiempo que seguía calle adelante, atravesando una hilera de solares sin edificar, sembrados de trigo. El trigo le llegaba hasta los hombros, y estaba sembrado hasta el mismo borde de la acera.

Cuando Louise Trunnion salió por la puerta frontera de su casa llevaba el mismo vestido de percal que tenía cuando estaba lavando los platos. No llevaba sombrero; el muchacho la vio detenerse con la mano en el picaporte de la puerta hablando con alguien que estaba dentro de casa, con el viejo Jake Trunnion, su padre, sin duda alguna. El tío Jake era medio sordo, y la chica le hablaba a gritos.

Se cerró la puerta, y el silencio y la oscuridad reinó en la pequeña callejuela. George Willard se echó a temblar con más fuerza que nunca.

George y Louise permanecieron en la sombra del pajar de William sin atreverse a decir palabra. Ella no era demasiado hermosa que digamos, y tenía a un lado de la nariz una mancha negra. George pensó que ella se había frotado la nariz con el dedo después de andar con las cacerolas. El joven rompió a reír nerviosamente.

-Hace calor -dijo.

Intentó tocarle con la mano.

«Soy poco decidido -pensó-. Sólo el tocar los pliegues de su vestido de percal debe ser un placer exquisito.» Eso se decía George, pero ella empezó con evasivas.

-Tú crees, ser mejor que yo. No digas lo contrario, lo adivino -dijo acercándose más a él.

George Willard rompió a hablar sin trabas. Se acordó de las miradas que la joven le dirigía a hurtadillas cuando se encontraban en la calle y pensó en la nota que le había escrito. Esto alejó de él toda duda. También lo animaron las cosas que se susurraban en la población acerca de ella Y se convirtió en el macho, audaz y agresivo. En el fondo no sentía por ella simpatía alguna.

-Bueno, vamos, no pasará nada. Nadie lo sabrá. ¿Quién lo va a contar? -insistió.

Fueron caminando por una estrecha acera enladrillada, por entre cuyas grietas crecían grandes yerbajos. Faltaban algunos ladrillos y la acera tenía muchos altibajos. La cogió de la mano, que también era áspera, y le pareció deliciosamente menuda.

-No puedo ir lejos -dijo la joven con voz tranquila y serena.

Cruzaron un puente sobre un minúsculo arroyuelo y atravesaron otro solar sin edificar, sembrado de trigo. Allí acababa la calle. Siguiendo por el sendero paralelo a la carretera, tuvieron que ir uno detrás de otro. Junto a la carretera estaba el fresal de Will Overton, en el que había un montón de tablas.

-Will va a construir un cobertizo donde guardar las canastas para las fresas -dijo George al tiempo que se sentaban sobre las tablas.

***

Eran más de las diez cuando George Willard volvió a la calle principal; había empezado a llover. Anduvo tres veces la calle de un extremo a otro; la farmacia de Sylvester West estaba abierta todavía. Entró y compró un puro. Se alegró al ver que el mozo, Shorty Crandall, salió a la puerta con él. Los dos permanecieron conversando cinco minutos, al abrigo del toldo del edificio. George Willard estaba satisfecho. Sentía un deseo incontenible de hablar con un hombre. Dobló una esquina y marchó hacia la New Willard House silbando muy bajito.

Se paró frente al vallado con cartelones de circo que había al lado del colmado de Winny y, dejando de silbar, permaneció inmóvil en la oscuridad, con el oído atento, como si escuchase una voz que lo llamaba por su nombre. Luego volvió a reírse nerviosamente.

-No tendrá forma de presionarme. Nadie lo sabe -murmuró con un arranque enérgico; y siguió su camino.

FIN

martes, 24 de noviembre de 2015

“El hombre que ríe”, de Salinger (un cuento dentro de otro)

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el hombre que ríe, Salinger

Ernesto Bustos Garrido rescata un cuento escondido dentro de otro. Se trata de “El hombre que ríe”, de Salinger, incluido en Nueve cuentos, en la edición Editorial Edhasa, Buenos Aires, Argentina, 2011, p. 87.

El hombre que ríe
J. D. Salinger

People say that life is the thing, but I prefer reading.
Todas las tardes, cuando oscurecía lo suficiente como para que el equipo perdedor tuviera una excusa para justificar sus malas jugadas, los comanches nos refugiábamos egoístamente en el talento del jefe para contar cuentos. A esa hora formábamos, generalmente, un grupo acalorado e irritable, y nos peleábamos en el autobús –a puñetazos o gritos estridentes– por los asientos más cercanos al jefe. (El autobús tenía dos filas paralelas de asientos de esterilla. En la fila de la izquierda habían tres asientos adicionales –los mejores de todos– que llegaban hasta la altura del conductor.) El jefe sólo subía al autobús cuando nos habíamos acomodado. A continuación se sentaba a horcajadas en su asiento de conductor, y con voz de tenor atiplada pero melodiosa, nos contaba un nuevo episodio de “El hombre que ríe”. Una vez que empezaba su relato, nuestro interés jamás decaía. “El hombre que ríe” era la historia adecuada para un comanche. Hasta había alcanzado dimensiones clásicas. Era un cuento que tendía a desparramarse por todos lados, aunque seguía siendo esencialmente portátil. Uno siempre podía llevárselo a casa y meditar sobre él, mientras estaba sentado por ejemplo, en el agua de la bañera que se iba escurriendo.
Único hijo de un acaudalado matrimonio de misioneros, el “hombre que ríe” fue raptado en su infancia por unos bandidos chinos. Cuando el acaudalado matrimonio se negó (debido a sus convicciones religiosas) a pagar el rescate para la liberación de su hijo, los bandidos, considerablemente agraviados, pusieron la cabecita del niño en un torno de carpintero y dieron varias vueltas hacia la derecha a la manivela correspondiente. La víctima de este singular experimento llegó a la mayoría de edad con la cabeza pelada, en forma de nuez (pacana) y con la cara donde, en vez de boca, exhibía una enorme cavidad ovalada debajo de la nariz. La misma nariz se limitaba a dos fosas nasales obstruidas por la carne. En consecuencia, cuando el “hombre que ríe” respiraba, la abominable, siniestra abertura debajo de la nariz se dilataba y contraía (yo lo veía así) como una monstruosa ventosa. (El jefe no explicaba el sistema de respiración del “hombre que ríe”, sino que lo demostraba prácticamente.) Los que lo veían por primera vez se desmayaban instantáneamente ante el aspecto de su horrible rostro. Los conocidos le daban la espalda. Curiosamente, los bandidos le permitían estar en su cuartel general, siempre que se tapara la cara con una máscara roja hecha de pétalos de amapolas. La máscara no solamente eximía a los bandidos de contemplar la cara de su hijo adoptivo, sino que además los mantenía al tanto de sus andanzas; además, apestaba a opio.
Ernesto Bustos Garrido Ernesto Bustos Garrido (Santiago de Chile) es periodista de la Universidad de Chile, donde impartió    clases así como en la Pontificia Universidad Católica de Chile y en la Universidad Diego Portales. Ha  trabajado en diversos medios informativos, fundamentalmente en La Tercera de la Hora. Fue editor y  propietario de las revistas Sólo Pesca y Cazar&Pescar.
 Amante de los viajes y de la escritura, admira a Pablo Neruda, Gabriela  Mistral, Nicanor Parra,  Vicente Huidobro, Francisco Coloane, Ernest Hemingway, Cervantes, Vicente Blasco Ibáñez, Pérez  Galdós, Ramiro Pinilla, Vargas Llosa, García Márquez, Jorge Luis Borges y Juan Rulfo.

domingo, 22 de noviembre de 2015

Los 100 mejores cuentos de la literatura universal

http://eldinosaurio.es/los-100-mejores-cuentos-de-la-literatura-universal/

Los 100 mejores cuentos de la literatura universal

Posted by  on jul 21, 2014 in Diario | No Comments

100 Mejores Cuentos de la Literatura Universal

Compartimos nuestra lista de los100 Mejores Cuentos de la Literatura Universal. Como toda lista tendrá sus fallas, pero la idea es ante todo recomendar grandes obras del cuento. Haciendo click en el titulo de cada cuento pueden leerlo.La lista se ha organizado por orden alfabético.
Si consideran que algún otro cuento podría incluirse en esta lista, no duden en dejar un comentario con sus recomendaciones.
  1. A la deriva – Horacio Quiroga
  2. Aceite de perro – Ambrose Bierce
  3. Algunas peculiaridades de los ojos – Philip K. Dick
  4. Ante la ley – Franz Kafka
  5. Bartleby el escribiente – Herman Melville
  6. Bola de sebo – Guy de Mauppassant
  7. Casa tomada – Julio Cortázar
  8. Cómo se salvó Wang Fo – Marguerite Yourcenar
  9. Continuidad de los parques – Julio Cortázar
  10. Corazones solitarios – Rubem Fonseca
  11. Dejar a Matilde – Alberto Moravia
  12. Diles que no me maten – Juan Rulfo
  13. El ahogado más hermoso del mundo – Gabriel García Márquez
  14. El Aleph – Jorges Luis Borges
  15. El almohadón de plumas – Horacio Quiroga
  16. El artista del trapecio – Franz Kafka
  17. El banquete – Julio Ramón Ribeyro
  18. El barril amontillado – Edgar Allan Poe
  19. El capote – Nikolai Gogol
  20. El color que cayó del espacio – H.P. Lovecraft
  21. El corazón delator – Edgar Allan Poe
  22. El cuentista – Saki
  23. El cumpleaños de la infanta – Oscar Wilde
  24. El destino de un hombre – Mijail Sholojov
  25. El día no restituido – Giovanni Papini
  26. El diamante tan grande como el Ritz – Francis Scott Fitzgerald
  27. El episodio de Kugelmass – Woody Allen
  28. El escarabajo de oro – Edgar Allan Poe
  29. El extraño caso de Benjamin Button – Francis Scott Fitzgerald
  30. El fantasma de Canterville – Oscar Wilde
  31. El gato negro – Edgar Allan Poe
  32. El gigante egoísta – Oscar Wilde
  33. El golpe de gracia – Ambrose Bierce
  34. El guardagujas – Juan José Arreola
  35. El horla – Guy de Maupassannt
  36. El inmortal – Jorge Luis Borges
  37. El jorobadito – Roberto Arlt
  38. El nadador – John Cheever
  39. El perseguidor – Julio Cortázar
  40. El pirata de la costa – Francis Scott Fitzgerald
  41. El pozo y el péndulo – Edgar Allan Poe
  42. El príncipe feliz – Oscar Wilde
  43. El rastro de tu sangre en la nieve – Gabriel García Márquez
  44. El regalo de los reyes magos – O. Henry
  45. El ruido del trueno – Ray Bradbury
  46. El traje nuevo del emperador – Hans Christian Andersen
  47. En el bosque – Ryonuosuke Akutakawa
  48. En memoria de Paulina – Adolfo Bioy Casares
  49. Encender una hoguera – Jack London
  50. Enoch Soames – Max Beerbohm
  51. Esa mujer – Rodolfo Walsh
  52. Exilio – Edmond Hamilton
  53. Funes el memorioso – Jorge Luis Borges
  54. Harrison Bergeron – Kurt Vonnegut
  55. La caída de la casa de Usher – Edgar Allan Poe
  56. La capa – Dino Buzzati
  57. La casa inundada – Felisberto Hernández
  58. La colonia penitenciaria – Franz Kafka
  59. La condena – Franz Kafka
  60. La dama del perrito – Anton Chejov
  61. La gallina degollada – Horacio Quiroga
  62. La ley del talión – Yasutaka Tsutsui
  63. La llamada de Cthulhu – H.P. Lovecraft
  64. La lluvia de fuego – Leopoldo Lugones
  65. La lotería – Shirley Jackson
  66. La metamorfosis – Franz Kafka
  67. La noche boca arriba – Julio Cortázar
  68. La pata de mono – W.W. Jacobs
  69. La perla – Yukio Mishima
  70. La primera nevada – Julio Ramón Ribeyro
  71. La tempestad de nieve – Alexander Puchkin
  72. La tristeza – Anton Chejov
  73. La última pregunta – Isaac Asimov
  74. Las babas del diablo – Julio Cortázar
  75. Las nieves del Kilimajaro – Ernest Hemingway
  76. Las ruinas circulares – Jorge Luis Borges
  77. Los asesinatos de la Rue Morgue – Edgar Allan Poe
  78. Los asesinos – Ernest Hemigway
  79. Los muertos – James Joyce
  80. Los nueve billones de nombre de dios – Arthur C. Clarke
  81. Macario – Juan Rulfo
  82. Margarita o el poder de Farmacopea – Adolfo Bioy Casares
  83. Markheim – Robert Louis Stevenson
  84. Mecánica popular – Raymond Carver
  85. Misa de gallo – J.M. Machado de Assis
  86. Mr. Taylor – Augusto Monterroso
  87. No hay camino al paraiso – Charles Bukowski
  88. No oyes ladrar los perros – Juan Rulfo
  89. Parábola del trueque – Juan José Arreola
  90. Paseo nocturno – Rubem Fonseca
  91. Regreso a Babilonia – Francis Scott Fitzgerald
  92. Solo vine a hablar por teléfono – Gabriel García Márquez
  93. Sobre encontrarse a la chica 100% perfecta una bella mañana de abril – Haruki Murakami
  94. Tlön, Uqbar, Orbis Tertius – Jorge Luis Borges
  95. Tobermory – Saki
  96. Un día perfecto para el pez plátano – J.D. Salinger
  97. Un marido sin vocación – Enrique Jardiel Poncela
  98. Una rosa para Emilia – William Faulkner
  99. Vecinos – Raymond Carver
  100. Vendrán lluvias suaves – Ray Bradbury

Cuento de Washington Irving: El truhán

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Cuento, Washington Irving, El truhán
Washington Irving. Fuente de la imagen

Cuento de Washington Irving: El truhán

Después de haber redactado las anteriores páginas sobrevino un incidente que causó una ligera tribulación en la Alhambra y que entristeció la interesante fisonomía de Dolores. Esta señorita sentía esa natural pasión de mujer por los animales domésticos de todas clases; y, efecto de su bondadoso carácter, había poblado de los que le eran predilectos uno de los patios ruinosos de la Alhambra. Un arrogante pavo real, con su hembra, parecía como que estaba ejerciendo soberanía sobre otros hermosos pavos, cacareadoras gallinas de Guinea y una bandada de pollos y gallinas comunes. Pero el principal deleite de Dolores fue mucho tiempo un par de pichones que habían entrado ya en el sagrado estado del matrimonio, sustituyendo en el cariño de la joven a una gata maltesa con sus gatitos.
A manera de vivienda, y para que pudieran hacer vida doméstica, Dolores les había arreglado un pequeño cuartito junto a la cocina, cuya ventana daba a uno de los silenciosos patios moriscos. Allí vivía la feliz pareja, no conociendo más mundo que su patio y sus relucientes tejados, sin que jamás se les hubiera ocurrido asomarse por encima de las murallas ni volar a lo alto de las torres. Su virtuosa unión se vio al fin coronada por dos preciosos huevos, blancos como la leche, que estremecieron de alegría a la cariñosa joven. Nada tan tierno y digno de admiración como los desvelos de los tiernos esposos en tan interesante situación; turnaban en el nido hasta que nacieron los pollos, y mientras la tierna prole necesitaba calor y abrigo, el uno quedaba en el nido y el otro salía fuera para buscar comida y traer a la casita provisiones.
Este cuadro de felicidad conyugal se alteró de pronto con un triste contratiempo. Una mañana temprano, cuando Dolores daba de comer al macho, tuvo la idea de querer enseñarle el gran mundo; y, abriendo la ventana cuyas vistas daban al valle del Darro, lo lanzó de pronto fuera de la muralla de la Alhambra. Por primera vez en su vida, el inexperto pájaro tuvo que usar de todo el vigor de sus alas; se precipitó hacia el valle, y levantándose después de un revuelo se remontó hasta cerca de las nubes. Nunca se había visto a tal altura ni gozado de las delicias de volar, y, semejante al joven calavera que está en su elemento, parecía estar aturdido con el exceso de libertad y con el ilimitado campo de acción que de pronto se abrió a sus ojos. Durante todo el día estuvo dando vueltas, girando en caprichosas curvas, de torre en torre y de árbol en árbol. Todas las tentativas para cogerlo, echándole comida en los tejados, fueron vanas; parecía que se hubiera olvidado de su casa, de su tierna compañera y de sus dulces pichoncillos. Para aumentar la pena de Dolores, se reunió con dos palomas ladronas, cuya habilidad consiste en atraer a su nido a los pichones que se escapan de otro palomar. El fugitivo -como los jóvenes mal aconsejados en su primera salida al mundo- se fascinó con la compañía de estos perjudiciales amigos, que tomaron a su cargo el enseñarle a vivir y presentarlo en sociedad, y estuvo volando con ellos por encima de los tejados y campanarios de Granada. Sobrevino una ligera tormenta, y, sin embargo, nuestro prófugo no volvía a su nido; se echó encima la noche, y nada, no aparecía. Para agravar la situación, la hembra, después de estar bastantes horas en el nido sin ser relevada, salió al fin en busca de su fiel compañero, pero estuvo tanto tiempo fuera, que uno de los pichoncillos pereció por falta de calor y de abrigo del pecho materno. A última hora de la noche avisaron a Dolores que habían visto al truhán del pájaro en la torre del Generalife. Nos enteramos de que el administrador de este antiguo palacio tenía también un palomar, entre cuyos habitantes se decía que había dos o tres pájaros ladrones que eran el terror de los aficionados a palomas en la vecindad. Dolores dedujo en seguida que los dos pájaros con quienes había visto al fugitivo eran los del Generalife, e inmediatamente se reunió un consejo de familia en la habitación de la tía Antonia. El Generalife tiene distinta jurisdicción que la Alhambra, y existe cierta rivalidad, sin enemistad manifiesta, entre sus conserjes. Se determinó, por fin, enviar al tartamudo jardinero Pepe en calidad de embajador, exigiendo que, si se encontraba el fugitivo dentro de aquellos dominios, fuese entregado inmediatamente, por ser súbdito de la Alhambra. Pepe partió a cumplir su embajada diplomática, a la luz de la luna, por entre bosques y alamedas; pero volvió al cabo de una hora con la desconsoladora noticia de que el tal pichón no se encontraba en el palomar del Generalife. El administrador, sin embargo, prometió, bajo palabra de honor, que si el desertor se refugiase allí, aunque fuera a medianoche, sería arrestado inmediatamente y enviado prisionero a la joven señorita.
Así seguía este desgraciado asunto, que tan grave desazón produjo en el Palacio y que, durante la noche, no dejó pegar los ojos a la inconsolable Dolores.
«No hay bien ni mal – dice un adagio vulgar- que cien años dure.» Lo primero que vi, al salir de mi cuarto por la mañana, fue a Dolores con el truhán del palomo extraviado, en sus manos, y sus ojos brillando de alegría. Había parecido a primera hora en las murallas revoloteando cautelosamente de tejado en tejado, hasta que entró por la ventana rindiéndose a discreción. Y por cierto que no ganó muy buena fama con su vuelta; pues por la insaciable manera con que devoró la comida que le pusieron delante daba bien a entender que, como el Hijo Pródigo, había regresado a su casa sólo acosado por el hambre. Dolores le riñó por su mala conducta, diciéndole toda clase de nombres injuriosos (aunque, ¡condición tierna de mujer!, lo acariciaba al propio tiempo contra su pecho, cubriéndolo de besos). Observé, sin embargo, que tuvo cuidado de cortarle las alas, para evitar el que se escapase nuevamente; precaución que hago constar en beneficio de las que tienen amantes veleidosos y maridos callejeros. Más de una saludable moraleja pudiera sacarse de la historia de Dolores y su pichón.