BUSCANDO A ALMA ROSENBERG
Francisco Rodríguez Criado
(cuento)
Ubicado en un robusto edificio de la calle 175 del Este de Broadway, el periódico neoyorkino Jewish Daily Forward, popularmente conocido entre sus lectores con el escueto nombre de Forverts, publicó el 5 de septiembre de 1939 el siguiente anuncio:
“ME HE PERDIDO. ¿ALGUIEN PUEDE DECIRME QUIÉN SOY?”.
Aquella llamada de auxilio tuvo éxito: dos días después, un hombre de unos cuarenta años, vestido con un mono azul de trabajo, se presentaba en las bulliciosas oficinas del periódico.
Natural de Varsovia, Jacob Rosenberg era alto, corpulento, lucía una barba larga y espesa salpicada de canas precoces, tenía los ojos oscuros y tristes, el pelo moreno. Hacía cinco años que había entrado en el país por el centro de inmigración Ellis Island y desde entonces había trabajado muy duro para mantener a su familia desempeñando numerosos oficios: obrero de la construcción, mozo de almacén, electricista, friegaplatos… Pero, sin duda, el oficio más duro de todos era el de ser padre.
Plantado en medio de la redacción, con su gorra aplastada en la mano derecha, el señor Rosenberg aseguró humildemente –presa de la torpeza, no pudo dirigir sus palabras a nadie en concreto– ser el padre de la chica que se había perdido.
Todos le miraron fijamente, como si hubiera dicho algo extraño, y acto seguido continuaron con sus ocupaciones.
–Iré por ella –dijo por fin uno de los redactores más jóvenes–. No ha salido de aquí en las últimas cuarenta y ocho horas. Puedo asegurarle que ha estado muy bien atendida.
–Muchas gracias. Siento los problemas que haya podido ocasionarles. Sobre todo en días como estos, en los que tienen ustedes tanto trabajo.
–No ha ocasionado el menor problema –repuso el redactor–. Es una buena chica.
–Es cierto… Pero padece trastornos de la personalidad y pérdidas de memoria –se sinceró el señor Rosenberg–. Eso al menos dijo el doctor… A veces pierde la noción del tiempo. Su madre y yo estamos muy preocupados. No es la primera vez que le ocurre esto… No tenemos ni idea de quién la habrá ayudado a poner el anuncio en el periódico.
–Cualquiera sabe.
–Por cierto, se llama Alma.
–Es un nombre muy bonito –dijo el redactor, que salió inmediatamente a buscar a la chica.
Alma estaba en un saloncito, sola, sentada en un sofá algo desastrado bajo un retrato del escritor yiddish Isaac Peretz, que colgaba de la pared. Tratando de entretenerse, hojeaba sin demasiado interés unas modernas revistas en inglés de las que no entendía una sola palabra. Vestía ropa sencilla, casi vulgar; era ropa de serie, económica, con la que las madres en apuros vestían a sus hijos. Alma era delgada y tenía unos ojos chispeantes y alegres, ahora algo apagados por la neblina de la timidez.
–Tengo una buena noticia –le dijo en yiddish el redactor–: te llamas Alma Rosenberg. Tienes diez años. Tu padre está aquí, ha venido a recogerte –Alma sonrió–. Pero tengo también una mala noticia –añadió medio en broma.
–¿Cuál es la mala noticia? –preguntó ella.
–Eres judía.
Alma, que seguía inmersa en su crisis de identidad y pérdida de memoria, no alcanzaba a comprender.
Preguntó:
–¿Y por qué es malo ser judío?
–No lo sé –sonrió el redactor–. Algo habréis hecho: hace tres mil años que os persiguen. Y eso que sois “el pueblo elegido”…
Alma trató de procesar toda aquella información, completamente nueva para ella. ¿Quién les perseguiría? ¿Cuál era el pueblo elegido? ¿Cómo podría ningún perseguidor –y por extensión los perseguidos– vivir tres mil años?
De repente, en un momento de lucidez recordó aquellos libros ilustrados en yiddish que tanto le gustaban, libros en los que siempre aparecían villanos de la peor calaña. Por suerte, también estaban los héroes, que luchaban contra los malos para que no pudieran hacer daño a nadie. De entre todos los héroes de cómic, Superman era su preferido.
–¿Tú también eres judío? –preguntó Alma.
–No, pero conozco a muchos. La mayoría de los empleados de este periódico lo son. Nací en un barrio pobre de Budapest donde había muchos judíos. Fue allí donde aprendí el yiddish. Tu padre también es judío –le explicó.
Alma quería saber más cosas. Tenía necesidad de preguntar, preguntar hasta resolver todas sus dudas. Pero el redactor, dando por terminada la conversación, le indicó con un gesto amable que le acompañara.
Alma bajó la cabeza y caminó a su lado sin rechistar, tratando de contener su creciente malhumor: intuía que aquel joven (¿cómo se llamaría?) tenía todas las respuestas, pero no quería dárselas.
Muchos en la redacción abandonaron sus tareas durante unos segundos para observar a la niña mientras avanzaba por el pasillo en dirección a la salida. Otros, escuchando las noticias procedentes de Europa apiñados alrededor de un transistor de radio, no llegaron a percatarse de su presencia.
El semblante cansado del padre se iluminó al ver a la niña. La recibió con los brazos abiertos. Alma se abrazó con timidez a aquel señor de azul que decía ser su padre. Era tan alto y fuerte que, abrazada aún a él, le recordó a un poste de la luz.
–Vamos –dijo su padre ensayando un gesto de alegría–. Es tarde –añadió.
(Tarde, ¿para qué?).
Estos hechos mínimos tuvieron lugar el 5 de septiembre de 1939. Mientras al otro lado del Atlántico Hitler arrasaba Polonia con su flota aérea, Alma caminaba por las calles de Nueva York cogida de la mano agrietada de su padre, dando saltitos para no perder el paso, de regreso a la pequeña vivienda que tenían alquilada en el Este de Brooklyn. Temerosa de lo que pudiera ocurrir, Alma iba mirando con los ojos bien abiertos hacia delante, hacia atrás, hacia todos lados, tratando de averiguar dónde podría haberse escondido Superman al tiempo que se preguntaba por qué su héroe preferido no desarmaba de una vez a esos villanos que llevaban tres mil años persiguiendo al pueblo elegido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario