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viernes, 13 de noviembre de 2015

Cuento de Vicente Blasco Ibáñez: El silbido

http://narrativabreve.com/2015/11/cuento-vicente-blasco-ibanez-el-silbido.html

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La famosa tiple oriunda de Islas Canarias, Úrsula o Elsa López. También Elsa Franchetti.
A la zarzuela, el sainete y la comedia musical se les considera “arte menor”. Claro, no tiene el despliegue de grandes voces, partitura y escenografía de la ópera. Sin embargo, fueron géneros musicales de gran favor de crítica y público en España a fines del siglo XIX y en los comiendos del XX. Vicente Blasco Ibáñez rescata en este cuento dicho espectáculo, sirviéndose para ello de una historia como muchas, pero contada en su estilo y con su sello narrativo. Un gran texto para un gran tema, de un gran escritor.
Ernesto Bustos Garrido

Cuento de Vicente Blasco Ibáñez: El silbido

El entusiasmo caldeaba el teatro. ¡Qué debut! ¡Qué Lohengrin! ¡Qué tiple aquella!
Sobre el rojo de las butacas destacábanse en el patio las cabezas descubiertas o las torres de lazos, flores y tules, inmóviles, sin que las aproximara el cuchicheo ni el fastidio; en los palcos, silencio absoluto; nada de tertulias y conversaciones a media voz, arriba, en el infierno de la filarmonía rabiosa, llamado irónicamente paraíso, el entusiasmo se escapaba prolongado y ruidoso, como un inmenso suspiro de satisfacción, cada vez que sonaba la voz de la tiple, dulce, poderosa y robusta. ¡Qué noche!
Todo parecía nuevo en el teatro. La orquesta era de ángeles; hasta la araña del centro daba más luz. En aquel entusiasmo tomaba no poca parte el patriotismo satisfecho. La tiple era española: la López; sólo que ahora se anunciaba con el apellido de su esposo, el tenor Franchetti; un gran artista que, casándose con ella, la había hecho ascender a la categoría de estrella. ¡Vaya mujer! Legítima de la tierra.
Esbelta, arrogante; brazos y garganta con adorables redondeces, y los blancos tules de Elsa, amplios en la cintura, pero estrechos y casi estallando con la presión de soberbias de soberbias curvas. Sus ojos, negros, rasgados, de sombrío fuego, contrastaban con la rubia peluca de la condesa de Brabante. La hermosa española era en la escena la mujer tímida, dulce y resignada que soñó Wagner, confiando en la fuerza de su inocencia, esperando el auxilio de lo desconocido.
Al relatar su ensueño ante el emperador y su Corte, cantó con expresión tan vigorosa y dulce, los brazos caídos y la extática mirada en lo alto, como si viese llegar montado en una nube al misterioso paladín, que el público no pudo contenerse ya, y como la retumbante descarga de una fila de cañones, salió de todos los huecos del teatro, hasta de los pasillos, la atronadora detonación de aplausos y gritos.
La modestia y la gracia con que saludaba enardecieron aún más al público. ¡Qué mujer! Una verdadera señora; y en cuanto a buenos sentimientos, todos recordaban detalles de su biografía. Aquel padre anciano, al que todos los meses enviaba una pensión para que viviera con decencia; un viejo feliz que desde Madrid seguía la carrera de triunfos de su hija por todo el mundo.
Aquello era conmovedor. Algunas señoras se llevaban a los ojos una punta del guante, y en el paraíso, un vejete lloriqueaba, metiendo la nariz en el embozo de la capa para sofocar sus gemidos. Algunos vecinos se reían: «¡Vamos, hombre, que no es para tanto!»
La representación seguía su curso en medio de los ecos del entusiasmo. Ahora el heraldo invitaba a los presentes, por si alguno quería defender a Elsa.
Bueno; adelante. Aquel público que se sabía de memoria la ópera, estaba en el secreto. No se presentaría ningún guapo. Después, con acom-pañamiento de tétrica música, avanzaron las damas veladas para llevarse a la condesa al suplicio. Todo era broma; Elsa estaba segura. Pero cuando los bravos guerreros brabanzones se agitaron en la escena, viendo a lo lejos el misterioso cisne y su barquilla y se fue armando en la imperial Corte una batahola de dos mil demonios, el público, por acción refleja, se movió ruidosamente, arrellanándose en el asiento, tosiendo, suspirando, revolviéndose para hacer provisión de silencio. ¡Qué emoción! Iba a presentarse Franchetti, el famoso tenor, un gran artista, de quien se murmuraba que había casado con la López buscando una compensación a sus facultades decadentes en la frescura y valentía de su mujer. Aparte de esto, un maestrazo que sabía salir triunfante con auxilio del arte.
¡Ah!… Ya estaba allí, en pie en el esquife, apoyado en larga espada, el escudo embrazado, cubierto el pecho de escamas de acero, irguiendo su arrogante figura de buen mozo, festejada por toda la aristocracia de Europa y deslumbrando de cabeza a pies, cual un pescado de plata envuelto en seda.
Silencio absoluto; aquello parecía una iglesia. El tenor miraba su cisne como si allí no hubiese otro ser digno de atención, y en el místico ambiente fue desarrollándose un hilo de voz tenue, dulce, vagaroso, cual si viniera de una distancia invisible.
Mercé, mercé, cigno gentil!…
¿Qué fue lo que estremeció todo el teatro poniendo en pie a los espectadores? Algo estridente como si acabara de rasgarse la vieja decoración del fondo; un silbido rabioso, feroz, desesperado, que pareció hacer oscilar las luces de la sala.
¡Silbas a Franchetti antes de oírle! ¡Un tenor de cuatro mil francos! La gente de palcos y butacas miró al paraíso con el ceño fruncido; pero arriba la protesta fue más ruidosa. ¡Granuja! ¡Canalla! ¡Golfo! ¡A la cárcel con él! Y todo el público, arremolinándose, en pie y con el puño amenazante, señalaba al vejete que, cuando cantaba la tiple, metía la nariz en la capa para llorar, y ahora se erguía intentando en vano hacerse oír. ¡A la cárcel, a la cárcel!
Pisando gente entró la pareja, y el viejo pasó a empujones de banco en banco, abofeteando a todos con su capa caída y contestando con desesperados manoteos a los insultos y amenazas, mientras que el público rompía a aplaudir estrepitosamente para animar a Franchetti, que había interrumpido su canto.
En el pasillo detuviéronse el viejo y los guardias, respirando ansiosamente, magullados por el gentío.
Algunos espectadores los siguieron.
-¡Parece imposible! -dijo uno de los guardias.
Una persona de edad y que parece decente…
-¿Y usted qué sabe? -gritó el viejo con expresión agresiva-. Mis razones tengo para hacer lo que he hecho. ¿Sabe usted quién soy yo? Pues soy el padre de Conchita, de esa que se llama en el cartel la Franchetti, de la que aplauden con tanto entusiasmo los imbéciles. ¿Qué tal?… ¿Les parece raro que silbe?… También yo he leído los periódicos. ¡Qué modo de mentir! «La hija amantísima… » «El padre querido y feliz…» Mentira, todo mentira. Mi hija ya no es mi hija; es un culebrón, y ese italiano un granuja. Sólo se acuerdan de mí para enviarme una limosna, ¡coomo si el corazón comiera y le contentase el dinero!
Yo no tomo un cuarto de ellos; primero morir; prefiero molestar a los amigos.
Ahora sí que era oído el viejo. Los que le rodeaban sentían hambrienta curiosidad ante una historia que tan de cerca tocaba a dos celebridades artísticas.
Y el señor López, insultado por todo el público, deseaba comunicar a alguien su indignación, aunque fuese a los guardias.
-No tengo más familia que ésa. Comprendan mi situación. Se crió en mis brazos: la pobrecita no conoció a su madre. Sacó voz; dijo que quería ser tiple o morir, y aquí tienen ustedes al bonachón de su padre decidido a que fuese una celebridad o a morir con ella. Los maestros dijeron: «¡A Milán!», y allá va el señor López con su niña, después de dimitir su empleo y vender los cuatro terrones heredados de su padre. ¡Válgame Dios, y cuánto he sufrido!
¡Cuánto he trotado antes del début, de maestro en maestro y de empresario en empresario! ¡Qué humillaciones, qué vigilancias para guardar a mi niña y qué privaciones, sí, señores, privaciones, y hasta hambre, cuidadosamente ocultada, para que nada faltase a la señorita! Y cuando cantó por fin y comenzó a sonar su nombre, cuando yo me extasiaba ante los resultados de mi sacrificio, llega ese fantasmón de Franchetti, y cantando sobre las tablas dúos y más dúos de amor, acaban por enamoriscarse, y tengo que casar a la niña para que no me ponga mal gesto ni me parta el alma con sus lloros. Ustedes no saben lo que es un matrimonio de cantantes. El egoísmo haciendo gorgoritos. Ni cariño, ni corazón, ni nada; la voz, sólo la voz. Al ladrón de mi yerno le molesté desde el primer momento; tenía celos de mí, quería alejarme para dominar en absoluto a su mujer; y ella, que ama a ese payaso, que cada vez está más unida a él por las ovaciones, dijo que sí a todo. ¡Las exigencias del arte! ¡Su modo de vivir, que no les permite deberes de familia, sino el arte!
Estas fueron sus excusas y me enviaron a España; y yo, por reñir con ese farsante, reñí con mi hija. Hasta hoy no los había visto…, señores; llévenme ustedes donde quieran, pero declaro que siempre que pueda vendré a silbar a ese ladrón italiano… He estado enfermo, estoy solo; pues revienta, viejo, como si no tuvieras hija. Tu Conchita no es tuya: es de Franchetti… Pero no, es el arte. Y ahora digo yo:
Si el arte consiste en que las hijas olviden a los padres que por ellas se sacrificaron, digo que me futro en el arte, y que más me alegraría encontrarme a mi Concha al entrar en casa remendando mis calcetines.
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Nota sobre la personalidad de Elba o Úrsula López

Úrsula o Elba López fue una mujer adelantada a su tiempo, una figura de la zarzuela y el cuplé cuya vida fue un fiel reflejo de los alegres años de la “belle époque”. Esta diosa olvidada, rescatada gracias a este libro, fue pionera en su manera de entender tanto el arte como el papel de la mujer en la sociedad. Canaria de nacimiento, tras contraer matrimonio en La Habana se convierte en una estrella del género chico en México, donde debutó. Desde allí, donde era adorada, volvió a Europa, afincándose en Madrid en 1907. La llamada “tiple de los brillantes” vivió como quiso, sin hacer caso a los convencionalismos y derrochando carisma e iniciativa. Notable empresaria teatral, era una apasionada de las joyas y de los atuendos, que lució de forma espectacular en los mejores escenarios de Madrid, como el Teatro de la Zarzuela, de donde salía escoltada para subirse en su flamante “Panhard”, y el desaparecido Gran Teatro (o Teatro Lírico), al igual que en tierras americanas. Estrenó infinidad de obras de notables compositores, como Lleó, Alonso, Calleja, Penella o Padilla. Creó variados tipos femeninos -desde la gran dama hasta la maja de Lavapiés-, siempre con su cautivadora sonrisa y su enigmática mirada. Vivió sin contemplaciones y gastó su fortuna con la misma intensidad con la que desarrolló su carrera. Se retiró de los escenarios para regentar la pensión Falcón, situada en el número cinco de la madrileña calle de Santa Engracia.

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