Ernesto Bustos Garrido rescata un cuento escondido dentro de otro. Se trata de “El hombre que ríe”, de Salinger, incluido en Nueve cuentos, en la edición Editorial Edhasa, Buenos Aires, Argentina, 2011, p. 87.
El hombre que ríe
J. D. Salinger
People say that life is the thing, but I prefer reading.
Todas las tardes, cuando oscurecía lo suficiente como para que el equipo perdedor tuviera una excusa para justificar sus malas jugadas, los comanches nos refugiábamos egoístamente en el talento del jefe para contar cuentos. A esa hora formábamos, generalmente, un grupo acalorado e irritable, y nos peleábamos en el autobús –a puñetazos o gritos estridentes– por los asientos más cercanos al jefe. (El autobús tenía dos filas paralelas de asientos de esterilla. En la fila de la izquierda habían tres asientos adicionales –los mejores de todos– que llegaban hasta la altura del conductor.) El jefe sólo subía al autobús cuando nos habíamos acomodado. A continuación se sentaba a horcajadas en su asiento de conductor, y con voz de tenor atiplada pero melodiosa, nos contaba un nuevo episodio de “El hombre que ríe”. Una vez que empezaba su relato, nuestro interés jamás decaía. “El hombre que ríe” era la historia adecuada para un comanche. Hasta había alcanzado dimensiones clásicas. Era un cuento que tendía a desparramarse por todos lados, aunque seguía siendo esencialmente portátil. Uno siempre podía llevárselo a casa y meditar sobre él, mientras estaba sentado por ejemplo, en el agua de la bañera que se iba escurriendo.
Único hijo de un acaudalado matrimonio de misioneros, el “hombre que ríe” fue raptado en su infancia por unos bandidos chinos. Cuando el acaudalado matrimonio se negó (debido a sus convicciones religiosas) a pagar el rescate para la liberación de su hijo, los bandidos, considerablemente agraviados, pusieron la cabecita del niño en un torno de carpintero y dieron varias vueltas hacia la derecha a la manivela correspondiente. La víctima de este singular experimento llegó a la mayoría de edad con la cabeza pelada, en forma de nuez (pacana) y con la cara donde, en vez de boca, exhibía una enorme cavidad ovalada debajo de la nariz. La misma nariz se limitaba a dos fosas nasales obstruidas por la carne. En consecuencia, cuando el “hombre que ríe” respiraba, la abominable, siniestra abertura debajo de la nariz se dilataba y contraía (yo lo veía así) como una monstruosa ventosa. (El jefe no explicaba el sistema de respiración del “hombre que ríe”, sino que lo demostraba prácticamente.) Los que lo veían por primera vez se desmayaban instantáneamente ante el aspecto de su horrible rostro. Los conocidos le daban la espalda. Curiosamente, los bandidos le permitían estar en su cuartel general, siempre que se tapara la cara con una máscara roja hecha de pétalos de amapolas. La máscara no solamente eximía a los bandidos de contemplar la cara de su hijo adoptivo, sino que además los mantenía al tanto de sus andanzas; además, apestaba a opio.
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