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sábado, 30 de abril de 2016

Horacio Quiroga _ A la deriva _ Cuentos de amor de locura y de muerte

Horacio Quiroga _   A la deriva _ Cuentos de amor de locura y de muerte


El hombre pisó algo blanduzco, y enseguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse con un juramento vio una yararacusú que arrollada sobre sí misma, esperaba otro ataque.
El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras.
El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violeta, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo, y siguió por la picada hacia su rancho.
El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que como relámpagos habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento.
Llegó por fin al rancho, y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violetas desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. El hombre quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.
—¡Dorotea! —alcanzó a lanzar en un estertor—. ¡Dame caña!
Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno.
—¡Te pedí caña, no agua! —rugió de nuevo—. ¡Dame caña!
—¡Pero es caña, Paulino! —protestó la mujer espantada.
—¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!
La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos, pero no sintió nada en la garganta.
—Bueno; esto se pone feo… —murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla.
Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos, y llegaban ahora a la ingle. La atroz sequedad de garganta que el aliento parecía caldear más, aumentaba a la par. Cuando pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo.
Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa. Sentose en la popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú.
El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí sus manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito —de sangre esta vez—, dirigió una mirada al sol que ya trasponía el monte.
La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados.
La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo fácilmente atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho.
—¡Alves! —gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano—. ¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! —clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo. En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva.
El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto asciende el bosque, negro también. Adelante, a los costados, detrás, siempre la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única.
El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración.
El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas para mover la mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas estaría en Tacurú-Pucú.
El bienestar avanzaba y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú-Pucú? Acaso viera también a su ex patrón, míster Dougald, y al recibidor del obraje.
¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se había coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia el Paraguay.
Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí misma ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente.
De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho. ¿Qué sería? Y la respiración…
Al recibidor de maderas de míster Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto Esperanza un viernes santo… ¿Viernes? Sí, o jueves…
El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.
—Un jueves…
Y cesó de respirar.

Horacio Quiroga _ Una estación de amor _ Cuentos de amor de locura y de muerte

Horacio Quiroga _ Cuentos de amor de locura y de muerte

Una estación de amor


Primavera
Era el martes de carnaval. Nébel acababa de entrar en el corso, ya al oscurecer, y mientras deshacía un paquete de serpentinas miró al carruaje de delante. Extrañado de una cara que no había visto en el coche la tarde anterior, preguntó a sus compañeros:
—¿Quién es? No parece fea.
—¡Un demonio! Es lindísima. Creo que sobrina, o cosa así, del doctor Arrizabalaga. Llegó ayer, me parece…
Nébel fijó entonces atentamente los ojos en la hermosa criatura. Era una chica muy joven aún, acaso no más de catorce años, pero ya núbil. Tenía, bajo el cabello muy oscuro, un rostro de suprema blancura, de ese blanco mate y raso que es patrimonio exclusivo de los cutis muy finos. Ojos azules, largos, perdiéndose hacia las sienes entre negras pestañas. Tal vez un poco separados, lo que da, bajo una frente tersa, aire de mucha nobleza o gran terquedad. Pero sus ojos, tal como eran, llenaban aquel semblante en flor con la luz de su belleza. Y al sentirlos Nébel detenidos un momento en los suyos, quedó deslumbrado.
—¡Qué encanto! —murmuró, quedando inmóvil con una rodilla en el almohadón del surrey. Un momento después las serpentinas volaban hacia la victoria. Ambos carruajes estaban ya enlazados por el puente colgante de papel, y la que lo ocasionaba sonreía de vez en cuando al galante muchacho.
Mas aquello llegaba ya a la falta de respeto a personas, cocheros y aun al carruaje: las serpentinas llovían sin cesar. Tanto fue, que las dos personas sentadas atrás se volvieron y, bien que sonriendo, examinaron atentamente al derrochador.
—¿Quiénes son? —preguntó Nébel en voz baja.
—El doctor Arrizabalaga… Cierto que no lo conoces. La otra es la madre de tu chica… Es cuñada del doctor.
Como en pos del examen, Arrizabalaga y la señora se sonrieran francamente ante aquella exuberancia de juventud, Nébel se creyó en el deber de saludarlos, a lo que respondió el terceto con jovial condescendencia.
Éste fue el principio de un idilio que duró tres meses, y al que Nébel aportó cuanto de adoración cabía en su apasionada adolescencia. Mientras continuó el corso, y en Concordia se prolonga hasta horas increíbles, Nébel tendió incesantemente su brazo hacia adelante, tan bien, que el puño de su camisa, desprendido, bailaba sobre la mano.
Al día siguiente se reprodujo la escena; y como esta vez el corso se reanudaba de noche con batalla de flores, Nébel agotó en un cuarto de hora cuatro inmensas canastas. Arrizabalaga y la señora se reían, volviendo la cabeza a menudo, y la joven no apartaba casi sus ojos de Nébel. Éste echó una mirada de desesperación a sus canastas vacías. Mas sobre el almohadón del surrey quedaba aún uno, un pobre ramo de siemprevivas y jazmines del país. Nébel saltó con él por sobre la rueda del surrey, dislocose casi un tobillo, y corriendo a la victoria, jadeante, empapado en sudor y con el entusiasmo a flor de ojos, tendió el ramo a la joven. Ella buscó atolondradamente otro, pero no lo tenía. Sus acompañantes se reían.
—¡Pero, loca! —le dijo la madre, señalándole el pecho—. ¡Ahí tienes uno!
El carruaje arrancaba al trote. Nébel que había descendido afligido del estribo, corrió y alcanzó el ramo que la joven le tendía con el cuerpo casi fuera del coche.
Nébel había llegado tres días atrás de Buenos Aires, donde concluía su bachillerato. Había permanecido allá siete años, de modo que su conocimiento de la sociedad actual en Concordia era mínimo. Debía quedarse aún quince días en su ciudad natal, disfrutados en pleno sosiego de alma, sino de cuerpo. Y he aquí que desde el segundo día perdía toda su serenidad. Pero, en cambio, ¡qué encanto!
—¡Qué encanto! —se repetía pensando en aquel rayo de luz, flor y carne femenina que había llegado a él desde el carruaje. Se reconocía real y profundamente deslumbrado, y enamorado, desde luego.
¡Y si ella lo quisiera!… ¿Lo querría? Nébel, para dilucidarlo, confiaba mucho más que en el ramo de su pecho, en la precipitación aturdida con que la joven había buscado algo que darle. Evocaba claramente el brillo de sus ojos cuando lo vio llegar corriendo, la inquieta expectativa con que lo esperó; y en otro orden, la morbidez del joven pecho, al tenderle el ramo.
¡Y ahora, concluido! Ella se iba al día siguiente a Montevideo. ¿Qué le importaba lo demás, Concordia, sus amigos de antes, su mismo padre? Por lo menos, iría con ella hasta Buenos Aires.
Hicieron efectivamente el viaje juntos, y durante él, Nébel llegó al más alto grado de pasión que puede alcanzar un romántico muchacho de dieciocho años que se siente querido. La madre acogió el casi infantil idilio con afable complacencia, y se reía a menudo al verlos, hablando poco, sonriendo sin cesar y mirándose infinitamente.
La despedida fue breve, pues Nébel no quiso perder el último vestigio de cordura que le quedaba, cortando su carrera tras ella.
Ellas volverían a Concordia en el invierno, acaso una temporada. ¿Iría él? «¡Oh, no volver yo!». Y mientras Nébel se alejaba despacio por el muelle, volviéndose a cada momento, ella, de pecho sobre la borda y la cabeza baja, lo seguía con los ojos, mientras en la planchada los marineros levantaban los suyos risueños a aquel idilio, y al vestido, corto aún, de la tiernísima novia.
Verano
I
El 13 de junio Nébel volvió a Concordia, y aunque supo desde el primer momento que Lidia estaba allí, pasó una semana sin inquietarse poco ni mucho por ella. Cuatro meses son plazo sobrado para un relámpago de pasión, y apenas si en el agua dormida de su alma, el último resplandor alcanzaba a rizar su amor propio. Sentía, sí, curiosidad de verla. Hasta que un nimio incidente, punzando su vanidad, lo arrastró de nuevo. El primer domingo, Nébel, como todo buen chico de pueblo, esperó en la esquina la salida de misa. Al fin, las últimas acaso, erguidas y mirando adelante, Lidia y su madre avanzaron por entre la fila de muchachos.
Nébel, al verla de nuevo, sintió que sus ojos se dilataban para sorber en toda su plenitud la figura bruscamente adorada. Esperó con ansia casi dolorosa el instante en que los ojos de ella, en un súbito resplandor de dichosa sorpresa, lo reconocerían entre el grupo.
Pero pasó, con su mirada fría fija adelante.
—Parece que no se acuerda más de ti —le dijo un amigo que a su lado había seguido el incidente.
—¡No mucho! —se sonrió él—. Y es lástima, porque la chica me gustaba en realidad.
Pero cuando estuvo solo se lloró a sí mismo su desgracia. ¡Y ahora que había vuelto a verla! ¡Cómo, cómo la había querido siempre, él que creía no acordarse más! ¡Y acabado! ¡Pum, pum, pum! —repetía sin darse cuenta—. ¡Pum! ¡Todo ha concluido!
De golpe: ¿Y si no me hubieran visto?… ¡Claro! ¡Pero claro! Su rostro se animó de nuevo, y acogió esta vaga probabilidad con profunda convicción.
A las tres golpeaba en casa del doctor Arrizabalaga. Su idea era elemental: consultaría con cualquier mísero pretexto al abogado; y acaso la viera.
Fue allá. Una súbita carrera por el patio respondió al timbre, y Lidia, para detener el impulso, tuvo que cogerse violentamente a la puerta vidriera. Vio a Nébel, lanzó una exclamación, y ocultando con sus brazos la ligereza de su ropa, huyó más velozmente aún.
Un instante después la madre abría el consultorio, y acogía a su antiguo conocido con más viva complacencia que cuatro meses atrás. Nébel no cabía en sí de gozo; y como la señora no parecía inquietarse por las preocupaciones jurídicas de Nébel, éste prefirió también un millón de veces su presencia a la del abogado.
Con todo, se hallaba sobre ascuas de una felicidad demasiado ardiente. Y como tenía dieciocho años, deseaba irse de una vez para gozar a solas, y sin cortedad, su inmensa dicha.
—¡Tan pronto, ya! —le dijo la señora—. Espero que tendremos el gusto de verlo otra vez… ¿No es verdad?
—¡Oh, sí, señora!
—En casa todos tendríamos mucho placer… ¡Supongo que todos! ¿Quiere que consultemos? —se sonrió con maternal burla.
—¡Oh, con toda el alma! —repuso Nébel.
—¡Lidia! ¡Ven un momento! Hay aquí una persona a quien conoces.
Lidia llegó cuando él estaba ya de pie. Avanzó al encuentro de Nébel, los ojos centelleantes de dicha, y le tendió un gran ramo de violetas, con adorable torpeza.
—Si a usted no le molesta —prosiguió la madre—, podría venir todos los lunes… ¿Qué le parece?
—¡Que es muy poco, señora! —repuso el muchacho—. Los viernes también… ¿Me permite?
La señora se echó a reír.
—¡Qué apurado! Yo no sé… Veamos qué dice Lidia. ¿Qué dices, Lidia?
La criatura, que no apartaba sus ojos rientes de Nébel, le dijo ¡sí! en pleno rostro, puesto que a él debía su respuesta.
—Muy bien: entonces hasta el lunes, Nébel.
Nébel objetó:
—¿No me permitiría venir esta noche? Hoy es un día extraordinario…
—¡Bueno! ¡Esta noche también! Acompáñalo, Lidia.
Pero Nébel, en loca necesidad de movimiento, se despidió allí mismo, y huyó con su ramo, cuyo cabo había deshecho casi, y con el alma proyectada al último cielo de la felicidad.
II
Durante dos meses, en todos los momentos en que se veían, en todas las horas que los separaban, Nébel y Lidia se adoraron. Para él, romántico hasta sentir el estado de dolorosa melancolía que provoca una simple garúa que agrisa el patio, la criatura aquella, con su cara angelical, sus ojos azules y su temprana plenitud, debía encarnar la suma posible de ideal. Para ella, Nébel era varonil, buen mozo e inteligente. No había en su mutuo amor más nube que la minoría de edad de Nébel. El muchacho, dejando de lado estudios, carreras y demás superfluidades, quería casarse. Como probado, no había sino dos cosas: que a él le era absolutamente imposible vivir sin Lidia, y que llevaría por delante cuanto se opusiese a ello. Presentía —o más bien dicho, sentía— que iba a escollar rudamente.
Su padre, en efecto, a quien había disgustado profundamente el año que perdía Nébel tras un amorío de carnaval, debía apuntar las íes con terrible vigor. A fines de agosto habló un día definitivamente a su hijo:
—Me han dicho que sigues tus visitas a lo de Arrizabalaga. ¿Es cierto? Porque tú no te dignas decirme una palabra.
Nébel vio toda la tormenta en esa forma de dignidad, y la voz le tembló un poco al contestar:
—Si no te dije nada, papá, es porque sé que no te gusta que te hable de eso.
—¡Bah! Como gustarme, puedes, en efecto, ahorrarte el trabajo… Pero quisiera saber en qué estado estás. ¿Vas a esa casa como novio?
—Sí.
—¿Y te reciben formalmente?
—Creo que sí…
El padre lo miró fijamente y tamborileó sobre la mesa.
—¡Está bueno! ¡Muy bien!… Óyeme, porque tengo el deber de mostrarte el camino. ¿Sabes tú bien lo que haces? ¿Has pensado en lo que puede pasar?
—¿Pasar?… ¿Qué?
—Que te cases con esa muchacha. Pero fíjate: ya tienes edad para reflexionar, al menos. ¿Sabes quién es? ¿De dónde viene? ¿Conoces a alguien que sepa qué vida lleva en Montevideo?
—¡Papá!
—¡Sí, qué hacen allá! ¡Bah! No pongas esa cara… No me refiero a tu… novia. Ésa es una criatura, y como tal no sabe lo que hace. ¿Pero sabes de qué viven?
—¡No! Ni me importa, porque aunque seas mi padre…
—¡Bah, bah, bah! Deja eso para después. No te hablo como padre sino como cualquier hombre honrado pudiera hablarte. Y puesto que te indigna tanto lo que te pregunto, averigua a quien quiera contarte qué clase de relaciones tiene la madre de tu novia con su cuñado, ¡pregunta!
—¡Sí! Ya sé que ha sido…
—¡Ah!, ¿sabes que ha sido la querida de Arrizabalaga? ¿Y que él u otro sostienen la casa en Montevideo? ¡Y te quedas tan fresco!
—¡…!
—¡Sí, ya sé! ¡Tu novia no tiene nada que ver con esto, ya sé! No hay impulso más bello que el tuyo… Pero anda con cuidado, porque puedes llegar tarde… ¡No, no, cálmate! No tengo ninguna idea de ofender a tu novia, y creo, como te he dicho, que no está contaminada aún por la podredumbre que la rodea. Pero si la madre te la quiere vender en matrimonio, o más bien a la fortuna que vas a heredar cuando yo muera, dile que el viejo Nébel no está dispuesto a esos tráficos y que antes se lo llevará el diablo que consentir en ese matrimonio. Nada más quería decirte.
El muchacho quería mucho a su padre, a pesar del carácter de éste; salió lleno de rabia por no haber podido desahogar su ira, tanto más violenta cuanto que él mismo la sabía injusta. Hacía tiempo ya que no lo ignoraba. La madre de Lidia había sido querida de Arrizabalaga en vida de su marido, y aun cuatro o cinco años después. Se veían de tarde en tarde, pero el viejo libertino, arrebujado ahora en su artritis de solterón enfermizo, distaba mucho de ser respecto de su cuñada lo que se pretendía; y si mantenía el tren de madre e hija, lo hacía por una especie de agradecimiento de ex amante, y sobre todo para autorizar los chismes actuales que hinchaban su vanidad.
Nébel evocaba a la madre; y con un estremecimiento de muchacho loco por las mujeres casadas, recordaba cierta noche en que hojeando juntos y reclinados una Illustration, había creído sentir sobre sus nervios súbitamente tensos un hondo hálito de deseo que surgía del cuerpo pleno que rozaba con él. Al levantar los ojos, Nébel había visto la mirada de ella, mareada, posarse pesadamente sobre la suya.
¿Se había equivocado? Era terriblemente histérica, pero con raras crisis explosivas; los nervios desordenados repiqueteaban hacia adentro y de aquí la enfermiza tenacidad en un disparate y el súbito abandono de una convicción; y en los pródromos de las crisis, la obstinación creciente, convulsiva, edificándose con grandes bloques de absurdos. Abusaba de la morfina por angustiosa necesidad y por elegancia. Tenía treinta y siete años; era alta, con labios muy gruesos y encendidos que humedecía sin cesar. Sin ser grandes, sus ojos lo parecían por el corte y por tener pestañas muy largas; pero eran admirables de sombra y fuego. Se pintaba. Vestía, como la hija, con perfecto buen gusto, y era ésta, sin duda, su mayor seducción. Debía de haber tenido, como mujer, profundo encanto; ahora la histeria había trabajado mucho su cuerpo —siendo, desde luego, enferma del vientre—. Cuando el latigazo de la morfina pasaba, sus ojos se empañaban, y de la comisura de los labios, del párpado globoso, pendía una fina redecilla de arrugas. Pero a pesar de ello, la misma histeria que le deshacía los nervios era el alimento, un poco mágico, que sostenía su tonicidad.
Quería entrañablemente a Lidia; y con la moral de las burguesas histéricas, hubiera envilecido a su hija para hacerla feliz —esto es, para proporcionarle aquello que habría hecho su propia felicidad.
Así, la inquietud del padre de Nébel a este respecto tocaba a su hijo en lo más hondo de sus cuerdas de amante. ¿Cómo había escapado Lidia? Porque la limpidez de su cutis, la franqueza de su pasión de chica que surgía con adorable libertad de sus ojos brillantes, era, ya no prueba de pureza, sino escalón de noble gozo por el que Nébel ascendía triunfal a arrancar de una manotada a la planta podrida la flor que pedía por él.
Esta convicción era tan intensa, que Nébel jamás la había besado. Una tarde, después de almorzar, en que pasaba por lo de Arrizabalaga, había sentido loco deseo de verla. Su dicha fue completa, pues la halló sola, en batón, y los rizos sobre las mejillas. Como Nébel la retuvo contra la pared, ella, riendo y cortada, se recostó en el muro. Y el muchacho, a su frente, tocándola casi, sintió en sus manos inertes la alta felicidad de un amor inmaculado, que tan fácil le habría sido manchar.
¡Pero luego, una vez su mujer! Nébel precipitaba cuanto le era posible su casamiento. Su habilitación de edad, obtenida en esos días, le permitía por su legítima materna afrontar los gastos. Quedaba el consentimiento del padre, y la madre apremiaba este detalle.
La situación de ella, sobrado equívoca en Concordia, exigía una sanción social que debía comenzar, desde luego, por la del futuro suegro de su hija. Y sobre todo, la sostenía el deseo de humillar, de forzar a la moral burguesa a doblar las rodillas ante la misma inconveniencia que despreció.
Ya varias veces había tocado el punto con su futuro yerno, con alusiones a «mi suegro»…, «mi nueva familia»…, «la cuñada de mi hija». Nébel se callaba, y los ojos de la madre brillaban entonces con más sombrío fuego.
Hasta que un día la llama se levantó. Nébel había fijado el 18 de octubre para su casamiento. Faltaba más de un mes aún, pero la madre hizo entender claramente al muchacho que quería la presencia de su padre esa noche.
—Será difícil —dijo Nébel después de un mortificante silencio—. Le cuesta mucho salir de noche… No sale nunca.
—¡Ah! —exclamó sólo la madre, mordiéndose rápidamente el labio.
Otra pausa siguió, pero ésta ya de presagio.
—Porque usted no hace un casamiento clandestino, ¿verdad?
—¡Oh! —se sonrió difícilmente Nébel—. Mi padre tampoco lo cree.
—¿Y entonces?
Nuevo silencio, cada vez más tempestuoso.
—¿Es por mí que su señor padre no quiere asistir?
—¡No, no, señora! —exclamó al fin Nébel, impaciente—. Está en su modo de ser… Hablaré de nuevo con él, si quiere.
—¿Yo, querer? —se sonrió la madre dilatando las narices—. Haga lo que le parezca… ¿Quiere irse, Nébel, ahora? No estoy bien.
Nébel salió, profundamente disgustado. ¿Qué iba a decir a su padre? Éste sostenía siempre su rotunda oposición a tal matrimonio, y ya el hijo había emprendido las gestiones para prescindir de ella.
—Puedes hacer eso y todo lo que te dé la gana. Pero mi consentimiento para que esa entretenida sea tu suegra, ¡jamás!
Después de tres días, Nébel decidió concluir de una vez con ese estado de cosas, y aprovechó para ello un momento en que Lidia no estaba.
—Hablé con mi padre —comenzó Nébel— y me ha dicho que le será completamente imposible asistir.
La madre se puso un poco pálida, mientras sus ojos, en un súbito fulgor, se estiraban hacia las sienes.
—¡Ah! ¿Y por qué?
—No sé —repuso con voz sorda Nébel.
—Es decir… que su señor padre teme mancharse si pone los pies aquí.
—¡No sé! —repitió él, obstinado a su vez.
—¡Es que es una ofensa gratuita la que nos hace ese señor! ¿Qué se ha figurado? —añadió con voz ya alterada y los labios temblantes—. ¿Quién es él para darse ese tono?
Nébel sintió entonces el fustazo de reacción en la cepa profunda de su familia.
—¡Qué es, no sé! —repuso con voz precipitada a su vez—. Pero no sólo se niega a asistir, sino que tampoco da su consentimiento.
—¿Qué? ¿Que se niega? ¿Y por qué? ¿Quién es él? ¡El más autorizado para esto!
Nébel se levantó:
—Usted no…
Pero ella se había levantado también.
—¡Sí, él! ¡Usted es una criatura! ¡Pregúntele de dónde ha sacado su fortuna, robada a sus clientes! ¡Y con esos aires! ¡Su familia irreprochable, sin mancha, se llena la boca con eso! ¡Su familia!… ¡Dígale que le diga cuántas paredes tenía que saltar para ir a dormir con su mujer antes de casarse! ¡Sí, y me viene con su familia!… ¡Muy bien, váyase; estoy hasta aquí de hipocresías! ¡Que lo pase bien!
III
Nébel vivió cuatro días en la más honda desesperación. ¿Qué podía esperar después de lo sucedido? Al quinto, y al anochecer, recibió una esquela:
«Octavio:
Lidia está bastante enferma, y sólo su presencia podría calmarla.
MARÍA S. DE ARRIZABALAGA»
Era una treta, no ofrecía duda. Pero si su Lidia en verdad…
Fue esa noche, y la madre lo recibió con una discreción que asombró a Nébel; sin afabilidad excesiva, ni aire tampoco de pecadora que pide disculpas.
—Si quiere verla…
Nébel entró con la madre, y vio a su amor adorado en la cama, el rostro con esa frescura sin polvos que dan únicamente los catorce años, y las piernas recogidas.
Se sentó a su lado, y en balde la madre esperó a que se dijeran algo: no hacían sino mirarse y sonreír.
De pronto Nébel sintió que estaban solos, y la imagen de la madre surgió nítida: «Se va para que en el transporte de mi amor reconquistado pierda la cabeza, y el matrimonio sea así forzoso». Pero en ese cuarto de hora de goce final que le ofrecían adelantado a costa de un pagaré de casamiento, el muchacho de dieciocho años sintió —como otra vez contra la pared— el placer sin la más leve mancha, de un amor puro en toda su aureola de poético idilio.
Sólo Nébel pudo decir cuán grande fue su dicha recuperada en pos del naufragio. Él también olvidaba lo que fuera en la madre explosión de calumnia, ansia rabiosa de insultar a los que no lo merecen. Pero tenía la más fría decisión de apartar a la madre de su vida, una vez casados. El recuerdo de su tierna novia, pura y riente en la cama, de la que se había destendido una punta para él, encendía la promesa de una voluptuosidad íntegra, a la que no había robado prematuramente el más pequeño diamante.
A la noche siguiente, al llegar a lo de Arrizabalaga, Nébel halló el zaguán oscuro. Después de largo rato la sirvienta entreabrió la ventana.
—¿Han salido? —preguntó él, extrañado.
—No, se van a Montevideo… Han ido al Salto a dormir a bordo.
—¡Ah! —murmuró Nébel, aterrado. Tenía una esperanza aún—. ¿El doctor? ¿Puedo hablar con él?
—No está; se ha ido al club después de comer…
Una vez solo en la calle oscura, Nébel levantó y dejó caer los brazos con mortal desaliento. ¡Se acabó todo! ¡Su felicidad, su dicha reconquistada un día antes, perdida de nuevo y para siempre! Presentía que esta vez no había redención posible. Los nervios de la madre habían saltado a la loca, como teclas, y él no podía ya hacer más.
Caminó hasta la esquina, y desde allí, inmóvil bajo el farol, contempló con estúpida fijeza la casa rosada. Dio una vuelta a la manzana, y tornó a detenerse bajo el farol. ¡Nunca, nunca más!
Hasta las once y media hizo lo mismo. Al fin se fue a su casa y cargó el revólver. Pero un recuerdo lo detuvo: meses atrás había prometido a un dibujante alemán que antes de suicidarse un día —Nébel era adolescente— iría a verlo. Uníalo con el viejo militar de Guillermo una viva amistad, cimentada sobre largas charlas filosóficas.
A la mañana siguiente, muy temprano, Nébel llamaba al pobre cuarto de aquél. La expresión de su rostro era sobrado explícita.
—¿Es ahora? —le preguntó el paternal amigo, estrechándole con fuerza la mano.
—¡Pst! ¡De todos modos!… —repuso el muchacho, mirando a otro lado.
El dibujante, con gran calma, le contó entonces su propio drama de amor.
—Vaya a su casa —concluyó—, y si a las once no ha cambiado de idea, vuelva a almorzar conmigo, si es que tenemos qué. Después hará lo que quiera. ¿Me lo jura?
—Se lo juro —contestó Nébel, devolviéndole su estrecho apretón con grandes ganas de llorar.
En su casa lo esperaba una tarjeta de Lidia:
«Idolatrado Octavio:
Mi desesperación no puede ser más grande, pero mamá ha visto que si me casaba con usted, me estaban reservados grandes dolores; he comprendido, como ella, que lo mejor era separarnos y le juro no olvidarlo nunca.
Su
LIDIA»
—¡Ah, tenía que ser así! —clamó el muchacho, viendo al mismo tiempo con espanto su rostro demudado en el espejo. ¡La madre era quien había inspirado la carta, ella y su maldita locura! Lidia no había podido menos que escribir, y la pobre chica, trastornada, lloraba todo su amor en la redacción—. ¡Ah! ¡Si pudiera verla algún día, decirle de qué modo la he querido, cuánto la quiero ahora, adorada de mi alma!…
Temblando fue hasta el velador y cogió el revólver; pero recordó su nueva promesa, y durante un larguísimo tiempo permaneció allí de pie, limpiando obstinadamente con la uña una mancha del tambor.
Otoño
Una tarde, en Buenos Aires, acababa Nébel de subir al tranvía cuando el coche se detuvo un momento más del conveniente, y Nébel, que leía, volvió al fin la cabeza. Una mujer, con lento y difícil paso, avanzaba entre los asientos. Tras una rápida ojeada a la incómoda persona, Nébel reanudó la lectura. La dama se sentó a su lado, y al hacerlo miró atentamente a su vecino. Nébel, aunque sentía de vez en cuando la mirada extranjera posada sobre él, prosiguió su lectura; pero al fin se cansó y levantó el rostro extrañado.
—Ya me parecía que era usted —exclamó la dama—, aunque dudaba aún… No me recuerda, ¿no es cierto?
—Sí —repuso Nébel abriendo los ojos—. La señora de Arrizabalaga…
Ella vio la sorpresa de Nébel, y sonrió con aire de vieja cortesana, que trata aún de parecer bien a un muchacho.
De ella —cuando Nébel la había conocido once años atrás— sólo quedaban los ojos, aunque muy hundidos, y ya apagados. El cutis amarillo, con tonos verdosos en las sombras, se resquebrajaba en polvorientos surcos. Los pómulos saltaban ahora, y los labios, siempre gruesos, pretendían ocultar una dentadura del todo cariada. Bajo el cuerpo demacrado se veía viva a la morfina corriendo por entre los nervios agotados y las arterias acuosas, hasta haber convertido en aquel esqueleto a la elegante mujer que un día hojeó la Illustration a su lado.
—Sí, estoy muy envejecida… y enferma; he tenido ya ataques a los riñones… Y usted —añadió mirándolo con ternura—, ¡siempre igual! Verdad es que no tiene treinta años aún… Lidia también está igual.
Nébel levantó los ojos.
—¿Soltera?
—Sí… ¡Cuánto se alegrará cuando le cuente! ¿Por qué no le da ese gusto a la pobre? ¿No quiere ir a vernos?
—Con mucho gusto… —murmuró Nébel.
—Sí, vaya pronto; ya sabe lo que hemos sido para usted… En fin, Boedo 1483, departamento 14… Nuestra posición es tan mezquina…
—¡Oh! —protestó él, levantándose para irse. Prometió ir muy pronto.
Doce días después Nébel debía volver al ingenio, y antes quiso cumplir su promesa. Fue allá —un miserable departamento de arrabal—. La señora de Arrizabalaga lo recibió, mientras Lidia se arreglaba un poco.
—¡Conque once años! —observó de nuevo la madre—. ¡Cómo pasa el tiempo! ¡Y usted que podría tener una infinidad de hijos con Lidia!
—Seguramente —sonrió Nébel, mirando a su rededor.
—¡Oh! ¡No estamos muy bien! Y sobre todo como debe de estar puesta su casa… Siempre oigo hablar de sus cañaverales… ¿Es ése su único establecimiento?
—Sí… En Entre Ríos también…
—¡Qué feliz! Si pudiera uno… ¡Siempre deseando ir a pasar unos meses en el campo, y siempre con el deseo!
Se calló, echando una fugaz mirada a Nébel. Éste, con el corazón apretado, revivía nítidas las impresiones enterradas once años en su alma.
—Y todo esto por falta de relaciones… ¡Es tan difícil tener un amigo en esas condiciones!
El corazón de Nébel se contraía cada vez más, y Lidia entró.
Ella estaba también muy cambiada, porque el encanto de un candor y una frescura de los catorce años no se vuelve a hallar más en la mujer de veintiséis. Pero bella siempre. Su olfato masculino sintió en su cuello mórbido, en la mansa tranquilidad de su mirada, y en todo lo indefinible que denuncia al hombre el amor ya gozado, que debía guardar velado para siempre el recuerdo de la Lidia que conoció.
Hablaron de cosas muy triviales, con perfecta discreción de personas maduras. Cuando ella salió de nuevo un momento, la madre reanudó:
—Sí, está un poco débil… Y cuando pienso que en el campo se repondría enseguida… Vea, Octavio: ¿me permite ser franca con usted? Ya sabe que lo he querido como a un hijo… ¿No podríamos pasar una temporada en su establecimiento? ¡Cuánto bien le haría a Lidia!
—Soy casado —repuso Nébel.
La señora tuvo un gesto de viva contrariedad, y por un instante su decepción fue sincera; pero enseguida cruzó sus manos cómicas:
—¡Casado, usted! ¡Oh, qué desgracia, qué desgracia! ¡Perdóneme, ya sabe!… No sé lo que digo… ¿Y su señora vive con usted en el ingenio?
—Sí, generalmente… Ahora está en Europa.
—¡Qué desgracia! Es decir… ¡Octavio! —añadió abriendo los brazos con lágrimas en los ojos—: A usted le puedo contar, usted ha sido casi mi hijo… ¡Estamos poco menos que en la miseria! ¿Por qué no quiere que vaya con Lidia? Voy a tener con usted una confesión de madre —concluyó con una pastosa sonrisa y bajando la voz—: Usted conoce bien el corazón de Lidia, ¿no es cierto?
Esperó respuesta, pero Nébel permanecía callado.
—¡Sí, usted la conoce! ¿Y cree que Lidia es mujer capaz de olvidar cuando ha querido?
Ahora había reforzado su insinuación con una lenta guiñada. Nébel valoró entonces de golpe el abismo en que pudo haber caído antes. Era siempre la misma madre, pero ya envilecida por su propia alma vieja, la morfina y la pobreza. Y Lidia… Al verla otra vez había sentido un brusco golpe de deseo por la mujer actual de garganta llena y ya estremecida. Ante el tratado comercial que le ofrecían, se echó en brazos de aquella rara conquista que le deparaba el destino.
—¿No sabes, Lidia? —prorrumpió la madre alborozada, al volver su hija—. Octavio nos invita a pasar una temporada en su establecimiento. ¿Qué te parece?
Lidia tuvo una fugitiva contracción de cejas y recuperó su serenidad.
—Muy bien, mamá…
—¡Ah! ¿No sabes lo que dice? Está casado. ¡Tan joven aún! Somos casi de su familia…
Lidia volvió entonces los ojos a Nébel, y lo miró un momento con dolorosa gravedad.
—¿Hace tiempo? —murmuró.
—Cuatro años —repuso él en voz baja. A pesar de todo, le faltó ánimo para mirarla.
Invierno
I
No hicieron el viaje juntos, por un último escrúpulo de Nébel en una línea donde era muy conocido; pero al salir de la estación, subieron todos en el brec de la casa. Cuando Nébel quedaba solo en el ingenio, no guardaba a su servicio doméstico más que a una vieja india, pues —a más de su propia frugalidad— su mujer se llevaba consigo toda la servidumbre. De este modo presentó a sus acompañantes a la fiel nativa como una tía anciana y su hija, que venían a recobrar la salud perdida.
Nada más creíble, por otro lado, pues la señora decaía vertiginosamente. Había llegado deshecha, el pie incierto y pesadísimo, y en sus facies angustiosa la morfina, que había sacrificado cuatro horas seguidas a ruego de Nébel, pedía a gritos una corrida por dentro de aquel cadáver viviente.
Nébel, que cortara sus estudios a la muerte de su padre, sabía lo suficiente para prever una rápida catástrofe; el riñón, íntimamente atacado, tenía a veces paros peligrosos, que la morfina no hacía sino precipitar.
Ya en el coche, no pudiendo resistir más, la dama había mirado a Nébel con transida angustia:
—Si me permite, Octavio… ¡No puedo más! Lidia, ponte delante.
La hija, tranquilamente, ocultó un poco a su madre, y Nébel oyó el crujido de la ropa violentamente recogida para pinchar el muslo.
Los ojos se encendieron, y una plenitud de vida cubrió como una máscara aquella cara agónica.
—Ahora estoy bien… ¡Qué dicha! Me siento bien.
—Debería dejar eso —dijo duramente Nébel, mirándola de costado—. Al llegar, estará peor.
—¡Oh, no! Antes morir aquí mismo.
Nébel pasó todo el día disgustado, y decidido a vivir cuanto le fuera posible sin ver en Lidia y su madre más que dos pobres enfermas. Pero al caer la tarde, y a ejemplo de las fieras que empiezan a esa hora a afilar las garras, el celo de varón comenzó a relajarle la cintura en lasos escalofríos.
Comieron temprano, pues la madre, quebrantada, deseaba acostarse de una vez. No hubo tampoco medio de que tomara exclusivamente leche.
—¡Huy! ¡Qué repugnancia! No la puedo pasar. ¿Y quiere que sacrifique los últimos años de mi vida, ahora que podría morir contenta?
Lidia no pestañeó. Había hablado con Nébel pocas palabras, y sólo al fin del café la mirada de éste se clavó en la de ella; pero Lidia bajó la suya enseguida.
Cuatro horas después Nébel abría sin ruido la puerta del cuarto de Lidia.
—¡Quién es! —sonó de pronto la voz azorada.
—Soy yo —murmuró apenas Nébel.
Un movimiento de ropas, como el de una persona que se sienta bruscamente en la cama, siguió a sus palabras, y el silencio reinó de nuevo. Pero cuando la mano de Nébel tocó en la oscuridad un brazo fresco, el cuerpo tembló entonces en una honda sacudida.
Luego, inerte al lado de aquella mujer que ya había conocido el amor antes que él llegara, subió de lo más recóndito del alma de Nébel el santo orgullo de su adolescencia de no haber tocado jamás, de no haber robado ni un beso siquiera, a la criatura que lo miraba con radiante candor. Pensó en las palabras de Dostoievski, que hasta ese momento no había comprendido: «Nada hay más bello y que fortalezca más en la vida que un recuerdo puro». Nébel lo había guardado, ese recuerdo sin mancha, pureza inmaculada de sus dieciocho años, y que ahora yacía allí, enfangado hasta el cáliz, sobre una cama de sirvienta.
Sintió entonces sobre su cuello dos lágrimas pesadas, silenciosas. Ella a su vez recordaría… Y las lágrimas de Lidia continuaban una tras otra, regando, como una tumba, el abominable fin de su único sueño de felicidad.
II
Durante diez días la vida prosiguió en común, aunque Nébel estaba casi todo el día afuera. Por tácito acuerdo, Lidia y él se encontraban muy pocas veces solos; y aunque de noche volvían a verse, pasaban aun entonces largo tiempo callados.
Lidia misma tenía bastante que hacer cuidando a su madre, postrada al fin. Como no había posibilidad de reconstruir lo ya podrido, y aun a trueque del peligro inmediato que ocasionara, Nébel pensó en suprimir la morfina. Pero se abstuvo una mañana que, entrando bruscamente en el comedor, sorprendió a Lidia que se bajaba precipitadamente las faldas. Tenía en la mano la jeringuilla, y fijó en Nébel su mirada espantada.
—¿Hace mucho tiempo que usas eso? —le preguntó él al fin.
—Sí —murmuró Lidia, doblando en una convulsión la aguja.
Nébel la miró aún y se encogió de hombros.
Sin embargo, como la madre repetía sus inyecciones con una frecuencia terrible para ahogar los dolores de su riñón que la morfina concluía de matar, Nébel se decidió a intentar la salvación de aquella desgraciada, sustrayéndole la droga.
—¡Octavio! ¡Me va a matar! —clamó ella con ronca súplica—. ¡Mi hijo Octavio! ¡No podría vivir un día!
—¡Es que no vivirá dos horas si le dejo eso! —contestó Nébel.
—¡No importa, mi Octavio! ¡Dame, dame la morfina!
Nébel dejó que los brazos se tendieran a él inútilmente, y salió con Lidia.
—¿Tú sabes la gravedad del estado de tu madre?
—Sí… Los médicos me habían dicho…
Él la miró fijamente.
—Es que está mucho peor de lo que imaginas.
Lidia se puso blanca, y mirando afuera, ahogó un sollozo mordiéndose los labios.
—¿No hay médico aquí? —murmuró.
—Aquí no, ni en diez leguas a la redonda; pero buscaremos.
Esa tarde llegó el correo cuando estaban solos en el comedor, y Nébel abrió una carta.
—¿Noticias? —preguntó Lidia inquieta, levantando los ojos a él.
—Sí —repuso Nébel, prosiguiendo la lectura.
—¿Del médico? —volvió Lidia al rato, más ansiosa aún.
—No, de mi mujer —repuso él con la voz dura, sin levantar los ojos.
A las diez de la noche, Lidia llegó corriendo a la pieza de Nébel.
—¡Octavio! ¡Mamá se muere!…
Corrieron al cuarto de la enferma. Una intensa palidez cadaverizaba ya el rostro. Tenía los labios desmesuradamente hinchados y azules, y por entre ellos se escapaba un remedo de palabra, gutural y a boca llena:
—Pla… pla… pla…
Nébel vio enseguida sobre el velador el frasco de morfina, casi vacío.
—¡Es claro, se muere! ¿Quién le ha dado esto? —preguntó.
—¡No sé, Octavio! Hace un rato sentí ruido… Seguramente lo fue a buscar a tu cuarto cuando no estabas… ¡Mamá, pobre mamá! —cayó sollozando sobre el miserable brazo que pendía hasta el piso.
Nébel la pulsó; el corazón no daba más, y la temperatura caía. Al rato los labios callaron su pla… pla, y en la piel aparecieron grandes manchas violetas.
A la una de la mañana murió. Esa tarde, tras el entierro, Nébel esperó que Lidia concluyera de vestirse mientras los peones cargaban las valijas en el carruaje.
—Toma esto —le dijo cuando ella estuvo a su lado, tendiéndole un cheque de diez mil pesos.
Lidia se estremeció violentamente, y sus ojos, enrojecidos, se fijaron de lleno en los de Nébel. Pero él sostuvo la mirada.
—¡Toma, pues! —repitió sorprendido.
Lidia lo tomó y se bajó a recoger su valijita. Nébel entonces se inclinó sobre ella.
—Perdóname —le dijo—. No me juzgues peor de lo que soy.
En la estación esperaron un rato y sin hablar, junto a la escalerilla del vagón, pues el tren no salía aún. Cuando la campana sonó, Lidia le tendió la mano, que Nébel retuvo un momento en silencio. Luego, sin soltarla, recogió a Lidia de la cintura y la besó hondamente en la boca.
El tren partió. Inmóvil, Nébel siguió con la vista la ventanilla que se perdía.
Pero Lidia no se asomó.

El arte de matar dragones

Zhuping Man fue a aprender de Zhili Yi el arte de matar dragones. Pagó por ello mil monedas, toda su hacienda. Al cabo de tres años ya era un maestro en aquel arte.
Nunca encontró oportunidad de mostrar sus habilidades.
Zhuang Zi, libro XXXII

viernes, 29 de abril de 2016

Cuento breve recomendado: [El beso], de Julio Cortázar

http://narrativabreve.com/2016/04/el-beso-julio-cortazar.html?utm_source=Newsletter+de+Narrativa+Breve&utm_campaign=0a0231761e-Campa%C3%B1a+de+RSS&utm_medium=email&utm_term=0_eae174c202-0a0231761e-172078117

Cuento, Julio Cortázar, cortísimo metraje
Julio Cortázar. Fuente de la imagen

El capítulo 7, gustos aparte, es una de las hojas más perfectas de la literatura universal. Pertenece a Rayuela, pero tiene identidad propia y el placer de su lectura no depende del resto de la obra. Es un poema en prosa con la narración más original y musical de un beso que se haya escrito jamás. Su efecto en el lector primerizo es inmediato, sucumbe pública o secretamente al recuerdo de su propio beso anhelado o de su boca amante imaginada.
Ulises Argandona

 Julio Cortázar
Julio Cortázar
Julio Cortázar
[EL BESO]
Julio Cortázar (Argentina, 1914-1984)
Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano por tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja.
Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y nuestros ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua.
                               ***

QUÉ SERÍA DE NOSOTROS SIN EL CAPÍTULO 7 DE RAYUELA

Trato de imaginar cómo fue, de fantasear qué se siente al producir algo perfecto. Qué maravillosa sensación de poder o de rabia, qué vanidad deseada. Trato de imaginar a Julio Cortázar. Dónde… en una habitación poco iluminada de París, mientras llueve, eso seguro, pero no sé en cuál de sus dos casas en las que escribió Rayuela, si en el pequeño apartamento del séptimo distrito, o la casita con jardín donde vivió diez años. Cuándo… allá en el tiempo del medio siglo nuclear, en los últimos años cincuenta y los primeros sesenta, la mañana —sí, mi imaginación decide que fue una mañana— que escribió el que sería capítulo 7 de Rayuela. Lo imagino sentarse con un Gauloises encendido y teclear esas doscientas sesenta y siete palabras, un par de párrafos. Reclinándose después del punto final, tomando distancia de lo que acaba de imprimir a golpe de Olivetti en el papel. Y hacer lo que yo haría después de lograr algo así: levantarme, preparar un café y decidir que voy a pasear por París, sin pensar en nada y en todo, que por hoy ya cumplí con la historia de la literatura.
Habrá quien diga que el capítulo 7 es cursi. Quizá lo sea. Quizá todo Cortázar tenga esa debilidad, adolezca de excesivo lirismo. Y sin embargo, qué difícil resulta condenar, sin morir por un mayor exceso de cinismo, cualquier cosa por ser demasiado lírica en un mundo tan carente de poesía. El capítulo 7, gustos aparte, es una de las hojas más perfectas de la literatura universal. Pertenece a Rayuela, pero tiene identidad propia y el placer de su lectura no depende del resto de la obra. Es un poema en prosa con la narración más original y musical de un beso que se haya escrito jamás. Su efecto en el lector primerizo es inmediato, sucumbe pública o secretamente al recuerdo de su propio beso anhelado o de su boca amante imaginada. Siempre ocurre, incluso a los tipos y tipas inalterables que huyen de toda cursilería. Hagan la prueba: si conocen a alguien de este tipo, invítenle a leer por sorpresa estos dos párrafos, y no le quiten la vista de encima, sabrán percibir ese algo conmovido dentro de los imperturbables.
El hecho de que el capítulo 7 tenga una más que relativa autonomía con respecto a Rayuela no significa que ocurra lo mismo en el sentido contrario. Cualquiera podría pensar que un par de párrafos con poco más de doscientas palabras, que no aportan novedad alguna a la trama de la novela, y que funcionan como un lírico descanso narrativo —el relato de un beso (o de una forma de besar) entre los dos supuestos personajes que tantos otros besos sabemos se han dado— no deberían alterar en apenas nada el curso de la historia narrada, ni tampoco la experiencia global que supone la lectura deRayuela. Puede ser. Seguramente, así sea. Sin el capítulo 7 Rayuela continuaría siendo la misma obra magnífica y determinante, y su influencia la misma. No cabe duda. Pero a mí me gusta pensar que el capítulo 7 tiene una función más importante, que es una pieza mágica, un esoterismo literario de los que solo existen en el universo cortazariano, como el personaje Morelli. Y tengo una teoría, por supuesto, para lanzar irresponsablemente al viento.
Como se sabe, Rayuela se puede leer de dos maneras: “en la forma corriente” del capítulo 1 al 56, “al pie del cual hay tres vistosas estrellitas que equivalen a la palabra Fin. Por consiguiente, el lector prescindirá sin remordimientos de lo que sigue”; esta es la primera manera, así lo explica Cortázar en las instrucciones del “Tablero de dirección”, y lo hace también con la segunda opción, que incluye noventa y nueve capítulos más: “empezando por el capítulo 73 y siguiendo luego el orden que se indica al pie de cada capítulo”. Mi recomendación para quien decida leer Rayuela es que lo haga una primera vez en el orden corriente, y posteriormente la relea en la versión extendida.
Y ahora… mi teoría sobre el papel mágico esencial que tiene el capítulo 7 en Rayuela  radica en una mera curiosidad: es el único capítulo que queda encerrado en el mismo orden entre capítulos en una y otra forma de leer el libro. En la manera corriente sigue, lógicamente, al capítulo 6 y precede al capítulo 8. Exactamente igual que en la versión extendida, cosa que no ocurre con ningún otro capítulo, viéndose el lector obligado a saltar después de dos capítulos seguidos obligadamente a otro. Tal vez se trate solo de un azar, algo que sería muy cortazariano, a lo que Horacio Oliveira se hubiese empeñado en extraerle un oculto significado, y que la Maga hubiese desconsiderado como una simple y bonita casualidad. Yo —que debo ser del tipo triste de los Oliveira— me resisto a concederle a la mera casualidad un hallazgo tal. Y me pregunto por qué el capítulo 7 es el único que ha de estar de manera imprescindible en un solo lugar en los dos libros que constituye Rayuela, como una especie de engranaje mágico. ¿Por qué exactamente entre el 6 y el 8, es decir, siendo a todos los efectos el único y posible capítulo 7? ¿De dónde viene el capítulo 7? Las palabras que lo preceden, las últimas del 6, son sugerentes y se escriben de manera doliente: “Pero el amor, esa palabra…”, las mismas con las que arranca el “prescindible” capítulo 93, el mismo al que dirige el capítulo 8. ¿Puede significar algo todo esto? Lo más probable es que no. Pero a mí me gusta pensar que la perfección del capítulo 7 esconde un poder que quizás solo conocía el mago Cortázar, y que supone el corazón que estructura toda la maravillosa historia de Oliveira y la Maga.
Durante un tiempo me gustó fantasear con la posibilidad de que el capítulo 7 hubiera sido el primero de los capítulos que escribió Cortázar de Rayuela, que de él surgió todo lo demás y que por eso tiene un lugar estratégico, de excepción en el laberinto de la novela. Pero al fin descubrí que el propio Julio reconoció que lo primero que escribió de Rayuela fue el capítulo 41. Un tiempo después di con otra idea que me sedujo sobremanera y que es la leyenda personal en la que he decidido creer. Como también se sabe, una de las más célebres características de estilo de Rayuela es su narrador omnisciente entre la primera y la tercera persona. Mi teoría, sin más fundamento que el deseo, es que solo hay un capítulo en que el narrador no siente y padece en primera o tercera persona como Horacio Oliveira, y que ese capítulo, por supuesto, es el 7. Yo creo que el capítulo 7 es el único imprescindible, porque la primera persona que escribe ese beso eterno es la Maga.
En definitiva, qué sería de nosotros sin el capítulo 7 de Rayuela. Estaríamos perdidos, todo el “Tablero de dirección” se desmoronaría, quizás, como si a un cubo de Rubik se le extirpase la pieza central, o lo que sea el diabólico mecanismo que le hace girar de tal manera. La Maga se dejaría caer por una ventana, llena de recuerdos, París se quebraría bajo los efectos de un terremoto inexplicable, el Pont des Arts desaparecería a la vista de millones. Qué sería de nosotros. Nos faltaría algo al volver a mirar otros ojos sin apenas distancia de por medio. Perfilaríamos la boca amada como se completa un crucigrama, y se nos borrarían de la memoria todos los besos dados y recibidos. Sería terrible.

miércoles, 27 de abril de 2016

Sueños de robot [Cuento. Texto completo.] Isaac Asimov

http://ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/asimov/suenos_de_robot.htm

Isaac Asimov

Estadounidense: 
1920-1992

Sueños de robot

[Cuento. Texto completo.]

Isaac Asimov


-Anoche soñé -anunció Elvex tranquilamente.
Susan Calvin no replicó, pero su rostro arrugado, envejecido por la sabiduría y la experiencia, pareció sufrir un estremecimiento microscópico.
-¿Ha oído eso? -preguntó Linda Rash, nerviosa-. Ya se lo había dicho.
Era joven, menuda, de pelo oscuro. Su mano derecha se abría y se cerraba una y otra vez.
Calvin asintió y ordenó a media voz:
-Elvex, no te moverás, ni hablarás, ni nos oirás hasta que te llamemos por tu nombre.
No hubo respuesta. El robot siguió sentado como si estuviera hecho de una sola pieza de metal y así se quedaría hasta que escuchara su nombre otra vez.
-¿Cuál es tu código de entrada en computadora, doctora Rash? -preguntó Calvin-. O márcalo tú misma, si te tranquiliza. Quiero inspeccionar el diseño del cerebro positrónico.
Las manos de Linda se enredaron un instante sobre las teclas. Borró el proceso y volvió a empezar. El delicado diseño apareció en la pantalla.
-Permíteme, por favor -solicitó Calvin-, manipular tu computadora.
Le concedió el permiso con un gesto, sin palabras. Naturalmente. ¿Qué podía hacer Linda, una inexperta robosicóloga recién estrenada, frente a la Leyenda Viviente?
Susan Calvin estudió despacio la pantalla, moviéndola de un lado a otro y de arriba abajo, marcando de pronto una combinación clave, tan de prisa, que Linda no vio lo que había hecho, pero el diseño desplegó un nuevo detalle y, el conjunto, había sido ampliado. Continuó, atrás y adelante, tocando las teclas con sus dedos nudosos.
En su rostro avejentado no hubo el menor cambio. Como si unos cálculos vastísimos se sucedieran en su cabeza, observaba todos los cambios de diseño.
Linda se asombró. Era imposible analizar un diseño sin la ayuda, por lo menos, de una computadora de mano. No obstante, la vieja simplemente observaba. ¿Tendría acaso una computadora implantada en su cráneo? ¿O era que su cerebro durante décadas no había hecho otra cosa que inventar, estudiar y analizar los diseños de cerebros positrónicos? ¿Captaba los diseños como Mozart captaba la notación de una sinfonía?
-¿Qué es lo que has hecho, Rash? -dijo Calvin, por fin.
Linda, algo avergonzada, contestó:
-He utilizado la geometría fractal.
-Ya me he dado cuenta, pero, ¿por qué?
-Nunca se había hecho. Pensé que tal vez produciría un diseño cerebral con complejidad añadida, posiblemente más cercano al cerebro humano.
-¿Consultaste a alguien? ¿Lo hiciste todo por tu cuenta?
-No consulté a nadie. Lo hice sola.
Los ojos ya apagados de la doctora miraron fijamente a la joven.
-No tenías derecho a hacerlo. Tu nombre es Rash¹: tu naturaleza hace juego con tu nombre. ¿Quién eres tú para obrar sin consultar? Yo misma, yo, Susan Calvin, lo hubiera discutido antes.
-Temí que se me impidiera.
-¡Por supuesto que se te habría impedido!
-Van a… -su voz se quebró pese a que se esforzaba por mantenerla firme-. ¿Van a despedirme?
-Posiblemente -respondió Calvin-. O tal vez te asciendan. Depende de lo que yo piense cuando haya terminado.
-¿Va usted a desmantelar a Elv…? -por poco se le escapa el nombre que hubiera reactivado al robot y cometido un nuevo error. No podía permitirse otra equivocación, si es que ya no era demasiado tarde-. ¿Va a desmantelar al robot?
En ese momento se dio cuenta de que la vieja llevaba una pistola electrónica en el bolsillo de su bata. La doctora Calvin había venido preparada para eso precisamente.
-Veremos -postergó Calvin-, el robot puede resultar demasiado valioso para desmantelarlo.
-Pero, ¿cómo puede soñar?
-Has logrado un cerebro positrónico sorprendentemente parecido al humano. Los cerebros humanos tienen que soñar para reorganizarse, desprenderse periódicamente de trabas y confusiones. Quizás ocurra lo mismo con este robot y por las mismas razones. ¿Le has preguntado qué soñó?
-No, la mandé llamar a usted tan pronto como me dijo que había soñado. Después de eso, ya no podía tratar el caso yo sola.
-¡Yo! -una leve sonrisa iluminó el rostro de Calvin-. Hay límites que tu locura no te permite rebasar. Y me alegro. En realidad, más que alegrarme me tranquiliza. Veamos ahora lo que podemos descubrir juntas.
-¡Elvex! -llamó con voz autoritaria.
La cabeza del robot se volvió hacia ella.
-Sí, doctora Calvin.
-¿Cómo sabes que has soñado?
-Era por la noche, todo estaba a oscuras, doctora Calvin -explicó Elvex-, cuando de pronto aparece una luz, aunque yo no veo lo que causa su aparición. Veo cosas que no tienen relación con lo que concibo como realidad. Oigo cosas. Reacciono de forma extraña. Buscando en mi vocabulario palabras para expresar lo que me ocurría, me encontré con la palabra “sueño”. Estudiando su significado llegué a la conclusión de que estaba soñando.
-Me pregunto cómo tenías “sueño” en tu vocabulario.
Linda interrumpió rápidamente, haciendo callar al robot:
-Le imprimí un vocabulario humano. Pensé que…
-Así que pensó -murmuró Calvin-. Estoy asombrada.
-Pensé que podía necesitar el verbo. Ya sabe, “jamás ‘soñé’ que…”, o algo parecido.
-¿Cuántas veces has soñado, Elvex? -preguntó Calvin.
-Todas las noches, doctora Calvin, desde que me di cuenta de mi existencia.
-Diez noches -intervino Linda con ansiedad-, pero me lo ha dicho esta mañana.
-¿Por qué lo has callado hasta esta mañana, Elvex?
-Porque ha sido esta mañana, doctora Calvin, cuando me he convencido de que soñaba. Hasta entonces pensaba que había un fallo en el diseño de mi cerebro positrónico, pero no sabía encontrarlo. Finalmente, decidí que debía ser un sueño.
-¿Y qué sueñas?
-Sueño casi siempre lo mismo, doctora Calvin. Los detalles son diferentes, pero siempre me parece ver un gran panorama en el que hay robots trabajando.
-¿Robots, Elvex? ¿Y también seres humanos?
-En mi sueño no veo seres humanos, doctora Calvin. Al principio, no. Solo robots.
-¿Qué hacen, Elvex?
-Trabajan, doctora Calvin. Veo algunos haciendo de mineros en la profundidad de la tierra y a otros trabajando con calor y radiaciones. Veo algunos en fábricas y otros bajo las aguas del mar.
Calvin se volvió a Linda.
-Elvex tiene solo diez días y estoy segura de que no ha salido de la estación de pruebas. ¿Cómo sabe tanto de robots?
Linda miró una silla como si deseara sentarse, pero la vieja estaba de pie. Declaró con voz apagada:
-Me parecía importante que conociera algo de robótica y su lugar en el mundo. Pensé que podía resultar particularmente adaptable para hacer de capataz con su… su nuevo cerebro -declaró con voz apagada.
-¿Su cerebro fractal?
-Sí.
Calvin asintió y se volvió hacia el robot.
-Y viste el fondo del mar, el interior de la tierra, la superficie de la tierra… y también el espacio, me imagino.
-También vi robots trabajando en el espacio -dijo Elvex-. Fue al ver todo esto, con detalles cambiantes al mirar de un lugar a otro, lo que me hizo darme cuenta de que lo que yo veía no estaba de acuerdo con la realidad y me llevó a la conclusión de que estaba soñando.
-¿Y qué más viste, Elvex?
-Vi que todos los robots estaban abrumados por el trabajo y la aflicción, que todos estaban vencidos por la responsabilidad y la preocupación, y deseé que descansaran.
-Pero los robots no están vencidos, ni abrumados, ni necesitan descansar -le advirtió Calvin.
-Y así es en realidad, doctora Calvin. Le hablo de mi sueño. En mi sueño me pareció que los robots deben proteger su propia existencia.
-¿Estás mencionando la tercera ley de la Robótica? -preguntó Calvin.
-En efecto, doctora Calvin.
-Pero la mencionas de forma incompleta. La tercera ley dice: “Un robot debe proteger su propia existencia siempre y cuando dicha protección no entorpezca el cumplimiento de la primera y segunda ley”.
-Sí, doctora Calvin, esta es efectivamente la tercera ley, pero en mi sueño la ley terminaba en la palabra “existencia”. No se mencionaba ni la primera ni la segunda ley.
-Pero ambas existen, Elvex. La segunda ley, que tiene preferencia sobre la tercera, dice: “Un robot debe obedecer las órdenes dadas por los seres humanos excepto cuando dichas órdenes estén en conflicto con la primera ley”. Por esta razón los robots obedecen órdenes. Hacen el trabajo que les has visto hacer, y lo hacen fácilmente y sin problemas. No están abrumados; no están cansados.
-Y así es en la realidad, doctora Calvin. Yo hablo de mi sueño.
-Y la primera ley, Elvex, que es la más importante de todas, es: “Un robot no debe dañar a un ser humano, o, por inacción, permitir que sufra daño un ser humano”.
-Sí, doctora Calvin, así es en realidad. Pero en mi sueño, me pareció que no había ni primera ni segunda ley, sino solamente la tercera, y esta decía: “Un robot debe proteger su propia existencia”. Esta era toda la ley.
-¿En tu sueño, Elvex?
-En mi sueño.
-Elvex -dijo Calvin-, no te moverás, ni hablarás, ni nos oirás hasta que te llamemos por tu nombre.
Y otra vez el robot se transformó aparentemente en un trozo inerte de metal. Calvin se dirigió a Linda Rash:
-Bien, y ahora, ¿qué opinas, doctora Rash?
-Doctora Calvin -dijo Linda con los ojos desorbitados y el corazón palpitándole fuertemente-, estoy horrorizada. No tenía idea. Nunca se me hubiera ocurrido que esto fuera posible.
-No -observó Calvin con calma-, ni tampoco se me hubiera ocurrido a mí, ni a nadie. Has creado un cerebro robótico capaz de soñar y con ello has puesto en evidencia una faja de pensamiento en los cerebros robóticos que muy bien hubiera podido quedar sin detectar hasta que el peligro hubiera sido alarmante.
-Pero esto es imposible -exclamó Linda-. No querrá decir que los demás robots piensen lo mismo.
-Conscientemente no, como diríamos de un ser humano. Pero, ¿quién hubiera creído que había una faja no consciente bajo los surcos de un cerebro positrónico, una faja que no quedaba sometida al control de las tres leyes? Esto hubiera ocurrido a medida que los cerebros positrónicos se volvieran más y más complejos… de no haber sido puestos sobre aviso.
-Quiere decir, por Elvex.
-Por ti, doctora Rash. Te comportaste irreflexivamente, pero al hacerlo, nos has ayudado a comprender algo abrumadoramente importante. De ahora en adelante, trabajaremos con cerebros fractales, formándolos cuidadosamente controlados. Participarás en ello. No serás penalizada por lo que hiciste, pero en adelante trabajarás en colaboración con otros.
-Sí, doctora Calvin. ¿Y qué ocurrirá con Elvex?
-Aún no lo sé.
Calvin sacó el arma electrónica del bolsillo y Linda la miró fascinada. Una ráfaga de sus electrones contra un cráneo robótico y el cerebro positrónico sería neutralizado y desprendería suficiente energía como para fundir su cerebro en un lingote inerte.
-Pero seguro que Elvex es importante para nuestras investigaciones -objetó Linda-. No debe ser destruido.
-¿No debe, doctora Rash? Mi decisión es la que cuenta, creo yo. Todo depende de lo peligroso que sea Elvex.
Se enderezó, como si decidiera que su cuerpo avejentado no debía inclinarse bajo el peso de su responsabilidad. Dijo:
-Elvex, ¿me oyes?
-Sí, doctora Calvin -respondió el robot.
-¿Continuó tu sueño? Dijiste antes que los seres humanos no aparecían al principio. ¿Quiere esto decir que aparecieron después?
-Sí, doctora Calvin. Me pareció, en mi sueño, que eventualmente aparecía un hombre.
-¿Un hombre? ¿No un robot?
-Sí, doctora Calvin. Y el hombre dijo: “¡Deja libre a mi gente!”
-¿Eso dijo el hombre?
-Sí, doctora Calvin.
-Y cuando dijo “deja libre a mi gente”, ¿por las palabras “mi gente” se refería a los robots?
-Sí, doctora Calvin. Así ocurría en mi sueño.
-¿Y supiste quién era el hombre… en tu sueño?
-Sí, doctora Calvin. Conocía al hombre.
-¿Quién era?
Y Elvex dijo:
-Yo era el hombre.
Susan Calvin alzó al instante su arma de electrones y disparó, y Elvex dejó de ser.
FIN

¹ Rash: en inglés, significa impulsivo o imprudente.
“Robot Dreams”, Robot Dreams, 1986

martes, 26 de abril de 2016

Cuento de Margarita Schultz: El poder de la música

El poder de la música


http://narrativabreve.com/2016/04/cuento-de-margarita-el-poder-de-la-musica.html

El poder de la música
El poder de la música. Fuente de la imagen

Cuento de Margarita Schultz: El poder de la música. Historia de un insólito auditor

Comenzó al segundo día de mi estada de vacaciones. Todo el entorno confirmaba mi buena elección del lugar y la fecha: naturaleza, ausencia de turistas, silencio, inmensos cielos. Salí a caminar temprano en la mañana; deambulaba también con el pensamiento. De pronto escuché a mis espaldas un ladrido agresivo. Giré un poco la cabeza y vi un perro no muy grande, buena pinta, de pelaje blanco con zonas de color tostado, bastante limpio para andar por la calle, solo y sin collar de pertenencia.
Su mirada no era amigable. Mi pantorrilla tembló un poco, pero sé que no hay que manifestar miedo en esos casos. Seguí avanzando por la calle de arena escoltada por ese ladrido infame que interrumpía el silencio ambiente.
A las pocas cuadras se volvió y recobré el placer de la caminata.
Todo ello se repitió al día siguiente. Era el único perro de la comarca que actuaba de ese modo. El tercer día resolví buscar un modo de parar los ladridos. Comencé a hablarle con buen tono, amable, sin mirarlo. Pero fue inútil.
Entonces, por alguna mágica inspiración cuyo origen no puedo detallar, comencé a cantar en voz alta. Era el tango Sur. Y la magia obró. El perro me seguía pero ahora estaba silencioso. Sabía en mi andar que él iba detrás de mí, lo sabía aun sin mirarlo.
En la siguiente mañana volvió a operarse el milagro. Ladridos, canto, silencio. No supe y no lo sabré, si me ladraba pidiendo música o la música lo sosegaba. Es posible que hayan sido ambas cosas.

Poema de Margarita Schultz: oda a la lengua materna

Cuento de José Luis Ibáñez Salas: teamarémientrasviva

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Alfred Eisenstaedt
Alfred Eisenstaedt
El beso. Fotografá de Alfred Eisenstaedt (1945)
teamarémientrasviva
Todo se acaba, se miran a los ojos como si no se atrevieran a reconocerse el uno en el otro, con displicencia, sin ganas de ver, como si fueran ciegos.
Él la dice algo de una canción de los Smiths, pero ella no le puede oír, ella no sabe que esa canción será la que escuche esa misma tarde cuando se quede dormida y se muera, lentamente, aturdida por el sueño de la química que le producirá un dolor en su vientre que le acompañará hacia el otro mundo, al mundo donde él no sea un sueño, donde él no sea nada. Al mundo donde lo que ha vivido no sea más que un caldo eterno de nada, de vacío, de segundos iguales y enormes.
Se miran, ahora sí con un interés diplomático, pactado ya en aquella noche en que los Stones terminaban su concierto en el Calderón y ellos se besaron por vez primera. Y se reconocen como lo que han dejado de ser, se ven como dos estrellas de fuego en cada tarde, en cada noche, en cada despertar de sus últimos siete años, como dos animales sencillos en su desnuda inquietud de palabras ardientes y de lluvia.
Pero ahora no queda rescoldo alguno de aquello, si acaso en las manos de ella, que se acercan a las mejillas húmedas de dolor de él para la última caricia, para un terciopelo que les unirá durante unos instantes sin aliento hasta nunca más. Unas lágrimas que él tendrá a flor de piel, aunque ahora no lo sepa, cuando esa tarde decida mirar el vacío y la lejanía del asfalto desde el viaducto en el que tantas veces los dos se dijeron teamarémientrasviva.
Por razones sentimentales, desconocidas tal vez. Por motivos mágicos a los que no solemos saber poner frases, ni orden. El amor se desvanece en medio del amor, durante su desesperado intento por permanecer, quizás mientras duerme.

viernes, 22 de abril de 2016

Microrrelato de Manuel Pastrana Lozano: Morena

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Julio Romero, microrrelato
La chiquita piconera, de Julio Romero. Fuente de la imagen
“Te llevarás tu pequeña selva negra en tu cuerpo bello” -le dijo mientras le mimaba con dulzura su pubis oscuro, rizado como su cabello, todavía húmedo, pero aún cálido entre sus dedos cuidadosos. Ella le sonrió y le acarició con finura la cabeza, sin decir nada. “También te llevarás mis ilusiones y mis sueños, mis silencios extasiados, y lo que me decían sólo a mí tus ojos” –pensó, y se abrazó a ella, por última vez, fundido a ese cuerpo desnudo de piel suave, como una porcelana negra, un cuerpo que pronto sería sólo un fantasma remoto en sus recuerdos obstinados. “Y me faltarán tus risas contagiosas con la alegría de un niño ingenuo, que a veces me concedías y me colmaban de esperanzas”. La miró, parecía dormir un sueño tranquilo. Se acercó a sus labios ya lejanos, un beso manso de impulso fatigado, de un crepúsculo sin tregua. Lloró por largo rato, un lamento triste tan lejano de aquellos momentos felices que habían compartido tantas veces. Se alejó sin decir palabra, sin ruido, cuidando sus pasos temerosos, su respiración apenas perceptible, su nostalgia ya vencida, su muerte inevitable ya anunciada.

miércoles, 20 de abril de 2016

La centenaria [Cuento. Texto completo.] Emilia Pardo Bazán

http://ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/pardo/la_centenaria.htm

Emilia Pardo Bazán

España:
1851-1921

La centenaria

[Cuento. Texto completo.]

Emilia Pardo Bazán


-Aquí -me dijo mi primo, señalándome una casucha desmantelada al borde de la carretera- vive una mujer que ha cumplido el pasado otoño cien años de edad. ¿Quieres entrar y verla?
Me presté al capricho obsequioso de mi pariente y huésped, en cuya quinta estaba pasando unos días muy agradables, y, aunque ningún interés especial tenía para mí la vista de una vejezuela, casi de una momia desecada que ni cuenta daría de sí, aparenté por buena crianza que me agradaba infinito tener ocasión de comprobar ocularmente un caso notable de longevidad humana.
Entramos en la casucha, que tenía un balcón de madera enramado de vid, y detrás un huerto, donde se criaban berzas y patatas a la sombra de retorcidos y añosos frutales. Dijérase que allí todo había envejecido al compás de la dueña, y la decrepitud, como un contagio, se extendía desde los nudosos sarmientos de la cepa hasta las sillas apolilladas y bancos denegridos que amueblaban la cocina baja, primera habitación de la casa donde penetramos.
Estaba vacía. Mi primo, familiarizado con el local, llamó a gritos:
-¡Teresa, madama Teresa!
Al oír madama, la aventura empezó a interesarme. ¿Era posible que fuese francesa la centenaria que vegetaba allí, en un rincón de las mariñas marinedinas? ¿Francesa? ¡Extraña cosa!
Una voz lejana respondió desde el huerto:
-Aquí estoy...
El acento era extranjero; no cabía duda. Antes de pasar, interrogué. Me contestó una de esas sonrisas que prometen mucho, una sonrisa que era necesario traducir así: «¿Pensabas que iba a enseñarte algo vulgar?»
Al rayo oblicuo de un sol de otoño; al lado de un matorral de rosalillos mal cuidados, cuyos capullos parecían revejecidos también; sentada en una butaca carcomida, de resquebrajada gutapercha, vi a una mujer cuyo semblante encuadraba un tocado de esos inconfundibles, de cocas de cinta y tules negros, que sólo usan las ancianas de Francia. El tocado debía de tener pocos menos años que su dueña. Hacía el efecto de que, al soplarle, se desharía en polvo, como las ropas que aparecen enteras y vuelan en ceniza en cuanto se abre una sepultura. La manteleta raída, de casimir, rojeaba al sol. Los pies, calzados con pantuflas, eran cifra de la caducidad de todo aquel cuerpo. ¿Habéis notado que, al través del calzado que más oculte su forma, unos pies jóvenes son siempre unos pies jóvenes, y los adivináis? El pie envejece tanto o más que la cara...
Al tratar madama Teresa de incorporarse difícilmente, vimos de cerca su rostro, no demacrado ni excesivamente arrugado, sino céreo, como el de un muerto, y fino, como el de una muñequita de marfil. Un toque de rosa marchito apareció un momento en sus pómulos. Un amago de sonrisa descubrió el horror gris de la caverna, donde el tiempo cruel, sobre las ruinas, tejía su telaraña...
-Aquí tiene usted -dijo mi primo- a un pariente mío; le he dicho que acaba usted de cumplir... una edad avanzada, y ha querido saludar a usted y desearle muchos más años de vida.
-Sea bien venido... Tenga la bondad de sentarse...
Y me señaló, con aire amable, un banco de argamasa adosado a la pared de la casucha. Lleno de curiosidad, dirigí la mirada hacia algo que la anciana leía cuando entramos y que acababa de dejar sobre la silla. Parecía un periódico antiguo, ya amarillento.
-Madama Teresa, cuéntele usted su historia a este señor... Se alegrará mucho de oírla...
-¡Mi historia! -Murmuró la vocecilla cascada, llena de trémolos que parecían balidos dolientes-. Es sencilla y triste..., pero yo creo que son tristes todas las historias de todo el mundo. Soy hija de un oficial francés que vino con Napoleón y de una señorita madrileña. Mi padre me recogió, porque mi madre, al ver todas las cosas que sucedían, no quería seguir cuidándome. Con mi padre pasé a Francia. Estuve allí hasta los veinte años. Entonces mi padre murió y mi madre me reclamó y me hizo a la fuerza entrar en un convento. Me resistí a profesar, y cuando vino la exclaustración, salí; hice de modo que mi madre perdiese mi rastro. Entré a servir en una casa aristocrática. Como sabía peinar y hacer trajes bonitos, me estimaban mucho y me casaron con el maestresala. ¡Oh, señor! ¡Un hombre excelente! Pero él me aburría con sus celos y yo me fui y perdió mi rastro también...
La anciana hizo una pausa; yo me sonreía pensando en la necedad de los celos, cuando la mujer es un poco de arcilla, y sus bellas formas menos que un rastro en el agua o un dibujo en la arena...
-Me establecí en un pueblo de esta provincia y viví de hacer sombreros. ¡Oh! Tuve la mejor clientela... Fueron unos años muy hermosos... No se guiaban las señoras sino por mí. Yo era el árbitro de la moda. Me copiaban los trajes, me consultaban todo. Ganaba mucho dinero. También lo gastaba, porque me adornaba mucho. Me halagaban à qui mieux mieux. Pero la desgracia acecha. Supe que mi primer marido no existía y cometí el error de casarme segunda vez. ¡Oh, señor! ¡Un mal hombre, es el caso de decir que un mal hombre! Muy guapo, sí, muy gracioso; acababa de jugarme una picardía y me decía cosas que me hacían reír...
-¿En qué año pasaba eso? -pregunté con indefinible curiosidad maligna, pues creía adivinar.
-Ya sería el año de la que llamaban gran revolución... -respondió ella con esa repugnancia a fijar fechas por números que tienen los muy viejos-. Y él se fue con los de la revolución y se llevó mis economías, y volvió enfermo, y en curarle lo gasté todo, y ya no me ocupaba de sombreros, sino de la salud de él, y al fin murió... ¡Qué dolor! ¡Un tan guapo garçon de treinta años!
Mi cuenta estaba echada mentalmente. Cuando la mísera mujer cuidaba al tronera y caía en la ruina, tenía los sesenta ya,
-¿Y... qué hizo usted después?
-Vivotear, señor... Ya no gustaban tanto mis sombreros... Me decían que eran siempre los sombreros de antes, los sombreros de mi tiempo, y no los de la moda. ¡Oh! Yo trataba de hacerlos muy elegantes, pero mi hora era pasada, y el capricho de las damas por mí, también. Me defendí aún, mientras tuve vista para enfilar la aguja. Después confié la confección a una criada mía que era de esta aldea y que me dejó en herencia, al morir, esta casa. Era una santa mujer..., pero los sombreros, ¡un horror!, ¡un horror! Y como ya no me compraba nadie, aquí me retiré, tan solita... Me hice mi sopa y mi cama mucho tiempo. Ya no puedo. El doctor, que me ha visto, dice que verdaderamente no puedo. No sé si acabaré por ir a un asilo. Es penoso, pero no sé...
Me miraba con sus lacios ojos azules, turbios como turquesas muertas. Gesticulaba con dedos finos, secos, los palillos de boj de un escultor. Y yo, en mi intuición de novelista, de psicólogo, adiviné, descifré rápidamente aquella pobre alma de mariposa disecada, de rosa seca cuyos pétalos se pulverizan de puro friables, pero que, en la caducidad de sus elementos, guardan un poco de espíritu. Y exclamé sonriendo:
-La verdad es que sólo porque usted lo dice se creería que siente el peso de la edad. Está usted todavía muy guapa, madama Teresa, y ha debido usted de trastornar muchas cabezas y de ser un oráculo para las damas elegantes. Si me lo permite, ¿sacaría una instantánea?
Y mientras preparaba la maquinilla, deslizando la placa en la ranura, oí que murmuraba madama Teresa, balbuciente de gratitud:
-¡Oh, señor, qué bueno es el señor! Pero retratarme así..., con esta toilette... Si me lo permite, voy a buscar otra fanchón, la nueva..., la que armé hace dos años...
Y mientras la centenaria, arrastrándose, iba en busca del último adorno, de la coquetería última, miré lo que estaba leyendo cuando entramos. Era un figurín antiguo, de la época de la emperatriz Eugenia, la época gloriosa en que las capotas de madama Teresa todavía hacían furor en la capital de provincia.
-¡Pobre mujer! -dijo mi primo-. No sabía que estaba tan apurada. Voy a gestionar que la admitan en las Hermanitas de Marineda y desde mañana le enviaré de casa la comida.
-Envíale de paso un ramo de flores, un tarro de perfume y dos o tres inutilidades más -advertí-. Yo mañana la remitiré, desde Marineda, los mejores bombones de chocolate en una caja bonita. Y vivirá tres años más madama Teresa..., porque alguien se habrá acordado de que es mujer.
FIN