teamarémientrasviva
Todo se acaba, se miran a los ojos como si no se atrevieran a reconocerse el uno en el otro, con displicencia, sin ganas de ver, como si fueran ciegos.
Él la dice algo de una canción de los Smiths, pero ella no le puede oír, ella no sabe que esa canción será la que escuche esa misma tarde cuando se quede dormida y se muera, lentamente, aturdida por el sueño de la química que le producirá un dolor en su vientre que le acompañará hacia el otro mundo, al mundo donde él no sea un sueño, donde él no sea nada. Al mundo donde lo que ha vivido no sea más que un caldo eterno de nada, de vacío, de segundos iguales y enormes.
Se miran, ahora sí con un interés diplomático, pactado ya en aquella noche en que los Stones terminaban su concierto en el Calderón y ellos se besaron por vez primera. Y se reconocen como lo que han dejado de ser, se ven como dos estrellas de fuego en cada tarde, en cada noche, en cada despertar de sus últimos siete años, como dos animales sencillos en su desnuda inquietud de palabras ardientes y de lluvia.
Pero ahora no queda rescoldo alguno de aquello, si acaso en las manos de ella, que se acercan a las mejillas húmedas de dolor de él para la última caricia, para un terciopelo que les unirá durante unos instantes sin aliento hasta nunca más. Unas lágrimas que él tendrá a flor de piel, aunque ahora no lo sepa, cuando esa tarde decida mirar el vacío y la lejanía del asfalto desde el viaducto en el que tantas veces los dos se dijeron teamarémientrasviva.
Por razones sentimentales, desconocidas tal vez. Por motivos mágicos a los que no solemos saber poner frases, ni orden. El amor se desvanece en medio del amor, durante su desesperado intento por permanecer, quizás mientras duerme.
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