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martes, 12 de abril de 2016

Cuento de Guillermo Ruiz Rivas: Por los caminos de la muerte

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Botero, cuento

Botero reproduce en esta pintura, la violencia de las guerras fratricidas en su Colombia natal, especialmente en la primera mitad del siglo xx debidas a las luchas políticas entre liberales y conservadores.


[Para comprender el porqué de la publicación de este cuento, aconsejamos a los lectores leer previamente “El cuento que le dio al Gabo su primer premio literario”, escrito por Ernesto Bustos Garrido].

Cuento de Guillermo Ruiz Rivas: Por los caminos de la muerte*

 1
–Allí –dijo el hombre a la mujer, señalando un flanco de la lejana cordillera –, allí acamparemos. Y añadió–: dos o tres días malos se pasan prontamente, mientras armo el rancho, y aguantaremos hasta que le saque a la tierra qué comer… pero ya verá cómo se consiguen la independencia y la plata.
–El lugar me parece bueno si tiene agua –comentó la mujer–, los muchachos ya van cansados.
Se sentaron sobre un barranco rojizo, descansaron un poco. Después, los cuatro, el padre, la madre y los dos hijos emprendieron la marcha hacia el punto señalado por el hombre. Estaban sudorosos no tanto por el calor como por la impedimenta que cargaban sobre sus hombros male­tines con ropa; canastos con menaje de hogar; mochilas con víveres y semillas; cuatro aves incómodas; y una tolda de arriería.
El sol se desploma por el azul purísimo. Desde la cum­bre divisan toda la extensión. Algunas zonas –ya ocupadas por otros colonos– rompen el esmeralda oscuro de los bos­ques cerrados Con la verdura nueva de sus pequeñas plan­taciones y, como puntos distantes y solitarios, se entrevén los ranchos donde el humo hogareño taladra el cielo en perezosos espirales. Allá a lo lejos –pero muy lejos– ya comienzan las bravas tierras chocoanas, las selvas vírge­nes, misteriosas, hostiles. Ese mar desierto y pleno de ver­dura, ondula quebrando el terreno en caprichosas formacio­nes de cuchillas y vallejuelos partidos por las aguas que buscan su nivel entre profundos zanjones a cuyos lados hacen centinela los árboles milenarios. De las ciénagas recónditas los rayos solares levantan chales de tules entre una inmensa orgía de plantas lujuriantes, pincelando de blancos la vasta extensión.
El almuerzo fue frugal. Se despacharon callados, sin quejarse por la larga jornada que comenzó al amanecer. El no quiso que prendieran fuego por temor “de que les cogiera la noche en el camino”.
La selva se hacía más tupida, a tiempo que avanzaban. Ya el hombre tenía que abrir trocha, adelante, valiéndose del machete. A veces entre el silencio se sentía mover la hojarasca y él sembraba los ojos encendidos en dirección del ruido. Los chicos –entre temerosos y asombrados– marchaban prendidos a la falda de la madre.
Llegaron hacia las cinco y escogieron un claro del bos­que cercano al arroyo. De bruces, con los brazos abiertos sobre las piedras, el hombre probó el agua. Sí, era delgada, fresca y pura como sus sueños. A la sombra de un gigan­tesco guacayán descargaron sus bultos suspirando de ali­vio. El padre tomó al hijo de la mano y se internó entre la maleza para cortar varas y estacas con qué armar la tolda. La madre y la hija supieron hallar en las cercanías tres pie­dras para formar el fogón y (calentar) agua para la comida. Los hombres clavaron rápidamente los palos y templaron la tolda en las estacas; luego rajaron leña y todos tuvieron que esperar a que la llama se formara, pues aún estaban verdes las ramas y después, esperaron a que el caldo reparador, burbujeara entre la olla.
–No prendamos velas, porque se acaban. Alumbrémo­nos con la hoguera, así espantaremos también al tigre, dijo el padre.
Lentamente el sol terminaba su carrera y las sombras comenzaban a colgarse de las copas de los árboles. La leña se extinguía y las voces se apagaban con la hoguera. Pe­gado uno contra otro se durmieron con pocas mantas en­cima, arrullados con el murmullo de las aguas vecinas y con los cantos misteriosos de las aves nocturnas que or­questaron sus sueños.
Ya estaban solos en la selva lejana: solos, con Dios.

2
Aún estaban las sombras en el cielo, cuando al amane­cer del día siguiente la mujer había prendido la candela. El hombre despertó sobresaltado por no hallarla junto y llamó a su hijo. Ambos se levantaron soñolientos. También el bosque despertaba. El hombre miró los pollos estáticos que dormitaban aún sobre una vara, y comentó entre dientes
–¡Gallo pendejo! Aún no ha aprendido a cantar por aquí.
Después de beber café, el hombre y el hijo se fueron cuesta arriba. Como el chico no tuviera sino quince años, seguía al padre con dificultad. El hombre, por el camino, planeaba en la cabeza sus proyectos. Tenía que “amarrarse los calzones” y, con la fundación, había que comenzar la preparación del hijo. Ya se iniciaba la alborada y su bos­tezo de luz triunfaba sobre las brumas mañaneras. El sol reventaba en los confines, y el hombre se detuvo.
–Lo primerito –díjole al muchacho– está en dar gra­cias a Dios que nos ha traído aquí como cogidos por su mano; lo segundo, está en reconocer el terreno que vamos a trabajar para ver si nos conviene; lo tercero, escoger los palos para el rancho y formar cuanto antes nuestro refugio. Tienes que aprender a diferenciar el verde de las hojas del verde de la culebra, porque no alcancé a traer nada para ella. La cascabel no silba, pero tampoco perdona –Y seña­lando el bosque cercano le indicó–. Aquel… es un dinde; ese otro… un roble; el de allá, cercano al pelao, es un dio­mate. Debes aprender a conocerlos porque vas a derribar­los a todos. Hay que saber dar su cortecito de hacha, con mañita, a cada uno. Hay que saber recibirlos en la caída. La guadúa, por suerte, está cercana. Y la palma para cubrir, también. Del lado de allá de la quebrada, encontraremos los bejucos de amarre. Abriremos el monte comenzando por la izquierda para regar el pasto y entreverar el maíz, que irá primero. En aquella vega alta va el plátano. Cerca de la loma, la yuca… Pero bajemos aprisa que el sol ya está muy alto y nosotros aquí perdiendo el tiempo.
En las cercanías, las mujeres habían localizado una piedra para lavar la ropa y ya la hija cuidaba las cuatro aves y vigilaba el fuego para el condumio. Sentados bajo tolda, sobre un viejo tronco, consumieron el claro con are­pas. Las mujeres comentaron la belleza del lugar, la abun­dancia de pájaros, la pureza de las aguas. El hombre y el hijo comieron sin hablar.
Y comenzó la brega. Llevada por la brisa la voz del hombre se escuchaba más fuerte entre el silencio de la montaña. Extraños ecos producía el hacha por la extensión, cuando batía contra los cuerpos de los árboles; no dieron los brazos descanso a los machetes. Con grandes penalida­des, entre los cuatro, transportaron la madera hasta el punto; hallaron los bejucos; cortaron la palma y, con el correr de los días fueron levantando el abrigo, que quedó fuerte y seguro. Para descansar, el hombre iba de caza con el hijo en busca de paujiles y palomas que ayudasen a la comida y seguía tras el chico, protegiéndole con la cara­bina en alto.
–¿Para qué la carabina, padre?
–La escopeta, para la caza menor; la carabina, para el tigre. Por eso me traje doscientos tiros.
Chillando de sorpresa, bandadas de macacos a veces saltaban por las cimeras de los árboles. La estación fue propicia. No hubo tropiezos en los planes del hombre, y en corto lapso coronó sus propósitos. Había en él cierto orgu­llo racial que consistía en luchar y vencer los imposibles.
Y así fue como Juan José Bedoya, colono, fundó con su mujer Teresa Arango y sus hijos María del Rosario y Germán, la finca que resolvieron todos bautizar con el nombre de “El silencio”.
3
Apenas comprendió que la despensa aflojaba, Juan José resolvió viajar al poblado cercano. Eran cuatro días de viaje redondo, pero allí tenía parientes y hasta amigos bue­nos que le apreciaban y conocían su aventura. Y obtuvo a crédito drogas, ropa, víveres, mayor cantidad de macollas y semillas y hasta un hermano del señor cura llegó a ven­derle al fiado una mula llena de mataduras y servicios. Con esos elementos fue arreglando su vida sin parar ni descan­sar, mientras la tierra le correspondía. Al año logró trans­portar hasta el poblado parte de sus escasas cosechas y los billetes comenzaron a ingresar a su carriel con la misma rapidez con que su casita progresaba, porque ya tenía cama y baúles y hamaca y buenos cobertores. Los cuatro desmi­rriados pollos resultaron los fundadores de numeroso galli­nero. Sobre sus hombros condujo parejas de cerdos y con sus manos construyó los corrales. Cantaba el pilón par­tiendo el maíz movido por los torneados brazos de María del Rosario; Teresa adobaba los fiambres, y Germán acom­pañaba en todas las faenas a Juan José, quien por nada se le despintaba. El les enseñó a nadar a los dos chicos, a manejar la carabina –quitándole los melindres femeninos a la niña– y, en especial, todos sus consejos e indicaciones iban dirigidos al mozo.
–La montaña nos quita y nos dá; pero para sacarle pro­vecho hay que saber manejarla, caprichosa. Como buena hembra, no sabe guardar secretos y ella misma nos favo­rece entregando el remedio para los males que nos causa. Para cortar las fiebres, el chiricaspi; para las ronchas, el ambar; para la disenteria, el zumo de corteza de tara; para las lombrices, el higuerón; como purgante, la pitaaya. No te costará mucho trabajo conocer esas maticas, Para la ni­gua, la aguja bien quemada y después la hoja de santama­ria. Pero para el jaibí y la garrapata, nada tan bueno como el sebo caliente.
–y… ¿para las mujeres?
–Pues cumplirles las promesas a todas y no dejarse apendejar de ninguna.
Como por ensalmo iba creciendo “El Silencio”. Se multiplicaban las cosechas en proporción con que padre e hijo empujaban el monte hacia atrás. Los pastos sembrados crecían exorbitantes mientras faltaba el ganado; pero prontamente Juan José pudo disponer de suficientes recur­sos para “vestir” las praderas, porque “la grama ya se estaba pasando”. Con los duros viajes al pueblo fueron apare­ciendo por la finca los bueyes y las mulas que luego, tras fieras jornadas por entre despeñaderos y fangales, regresa­ban cargados hacia el mercado. En verdad “El Silencio” se convirtió, en pocos años, en una hacienda muy nombrada y conocida. De cierto un poco lejana -casi en mitad de la selva– tanto que a Juan José le dio mucha brega conseguir la ayuda de cinco peones para que le acompañaran en las faenas, porque “tenían que ser fuertes, sanos, y sin mañas ni resabios, y esos peju-gales quedaban muy lejos”.
Con el éxito, Bedoya pensó planear la apertura del ca­mino porque esta era su mayor dificultad comunicar la finca con los centros de consumo. Y no le importaba mu­cho ni poco que la distancia fuese grande.
–Yo sabré abrirlo – decía –, ese será “el Camino de la Gloria”. Algún día conectaré “El Silencio” con la civili­zación.
Pero el grande acontecimiento fue cuando Juan José –después de muchos preparativos y recomendaciones– se presentó al pueblo con Teresa y María del Rosario. Madre e hija –pocas cuadras antes de llegar a la aldea– se atavia­ron con olanes resplandecientes, almidonados y olorosos aún al musgo de la montaña y entraron descalzas, sin pre­sunciones de rica, ni farándula ni faramallas porque eran la rústica y sencilla expresión del lugar de donde procedían de “El Silencio”.
Teresa, ya por los cuarenta, conservaba su cutis fino y transparentado por el clima. Sobre su airoso cuerpo, la ca­beza erguida mostraba los negros cabellos recogidos en moño sobre la nuca y sus ojos, rebordeados de azules oje­ras, eran severos como correspondía a su dignidad materna y sumisos cuando se tornaban para mirar a Juan José.
María del Rosario con sus veinte años causó un barullo entre la muchachada del pueblo. Alta, esbelta, fina en to­dos sus lineamientos como una gacela; la ondulada cabe­llera, partida en raya, se descolgaba en trenzas sobre sus senos fuertes y erectos, El rostro le temblaba levemente con retozos entre la timidez y el candor y dejaba ver dos enormes faros mansos que brillaban entre las acariciadoras pestañas. Tanto eran grandes, que hicieron exclamar a Cancito, el boticario
–¡Eh, Ave María! Para esa criatura poder cerrar sus ojos a las cuatro de la tarde… tiene que comenzar a descorrer los párpados a las seis de la mañana.
Llena de esguinces melifluos, la voz se le fugaba de la boca a María del Rosario y cuando sonreía –para tormento de los jóvenes– dos alegres hoyuelos se insinuaban entre las mejillas aperladas, mientras la pulpa de coco de sus parejos dientes cortaba el conjunto en pinceladas blanquí­simas de gracia.
Germán, naturalmente, ya era un hombre. Alto, mus­culoso por el trajín del hacha y el peregrinar por los cami­nos. Una mirada altanera se le desprendía desde un mechón de la frente. El sombrero de jipa terciado hacia la izquierda y la boca en un gesto de superioridad. Largos sus pasos, erguido el cuerpo, alta la frente. Las chicas todas salían a saludarle llenas de cariño y de curiosidad.
Hubo bailes en su honor y muchos agasajos, primero porque los Bedoya estaban ya rodeados de leyendas cam­pestres y aventureras que les hacían más interesantes, y luego porque su fama de acomodados y ricos estaba ci­mentada y las gentes siempre acarrean su cariño hacía quienes tienen entre las manos la esperanza.
Acosado por la curiosidad de comadres y parientes, muy complacido, Juan José explicaba a todos los motivos del viaje tan esperado:
–Lo tenía en el pensamiento desde hacía tiempo pero había que buscar una oportunidad. Tenemos que hacer bendecir del señor Cura una imagen de la Virgen del Rosa­rio – que es la patrona de “El Silencio” – y hacer entrega de las limosnas de costumbre. Y traje a estas mujeres… pues para que las conozcan mejor; para que aprecien la calidad de compañera que me dio él Señor y porque se me ha metido que María del Rosario y Germán ya están en tiempo para “ennoviarse” y fundar sus nidos aparte. Tam­bién quiero que a Teresa me la vea el doctor Jaramiyito, pues me parece que está cargaíta y esperamos el retoño para prontico…
4
Como los recursos económicos de Juan José lo permitían, empezó la apertura de “el camino de la Gloria”. Todo era por su cuenta y riesgo porque no tenía vecinos que se favorecieran con esos trabajos y no le gustaba va­lerse de extraños para sus propósitos. Trazando él mismo, con su propio instinto, curvas y niveles, se dio a abrir las trochas. Como la ilusión de hacer fortuna se había conver­tido en realidad y las preocupaciones del ayer estaban por su parte resueltas, tenía que buscarse nuevas inquietudes y ensanchar el horizonte de su esperanza porque “El Silencio” ya marchaba solo con Germán a la cabeza.
–¡Será el camino de la Gloria! ¡Será el camino de la Glo­ria! –repetía.
De su viaje periódico al pueblo una tarde regresó Juan José con la cara sombría. Parecía tener los ojos puestos en un más allá y el pensamiento como clavado a una idea. Así lo comprendió Teresa desde que traspuso la puerta de la corraleja, antes de desmontarse y con gran inquietud le preguntó qué le había ocurrido.
–Nóo; a mí? Nada! Pero antier en el pueblo la gente estaba con grande alboroto. Todos dicen que “llegó la vio­lencia” como si se refirieran a un ser dañino que tuviera carne y hueso. Vino gran cantidad de policía, requisaron casa por casa; hablaron de echar del pueblo, a las gentes que piensan distinto y hasta de quemarles sus ranchos. A Cancito casi lo matan de una paliza, dizque por hablador.
–¿Y el mercado?
–Apenas logré vender parte de lo que llevaba y lo de­más lo dejé a guardar. Hasta don Jacinto –que tenía la plata lista para comprarme el ganado– dijo que, teníamos que esperar a que la situación se aclarara…
La cena resultó melancólica porque nadie quiso probar bocado ni hablar palabras. La duda paseaba de cerebro en cerebro y se resolvía en suspiros. El padre meditaba y de pronto, cortante, ordenó:
–Germán se va mañana para el pueblo. Allá dejé, los víveres pudriéndose y usted los vende por lo que le dén. A Jeremías le entrega trescientos pesos. El debe darle otra carabina con cien tiros, que le compré. Se la recibe adentro – aóye? – la envuelve en forma que nadie lo note y se de­mora lo indispensable. Cuidado con entrar a ninguna “cantina”. Así es exacto.
–Como ordene, señor.
Y al día siguiente, miércoles, Germán salió con la luz del alba hacia el pueblo sin despedirse de nadie. Cuando Teresa despertó, una bandada de presagios le estaba alete­ando entre el corazón.
–Ay, Juan José! No le debimos enviar! El corazón me está avisando que cometimos una bestialídad.
–No; la Cosa no es para tanto. El pueblo estaba en re­lativa calma y eran más los nervios de las gentes que los motivos para tenerlos, Germán es prudente y sabrá com­portarse. Solo que me pareció demasiada tropa para un pueblo tan pequeño… Pero mejor, porque así se componen las ventas. También he dejado instrucciones a los amigos para que me avisen de toda ocurrencia y si hay pelotera, ella no alcanzará a llegar hasta “El Silencio”. Debemos ser prudentes para no alborotar a la peonada.
–Germán debe estar aquí el domingo en la noche, sus­piró la mujer.
Pero esos días fueron una eternidad. Sin embargo, todo era paz y sosiego en la finca. Teresa atendía como de cos­tumbre las necesidades de la casa; María del Rosario la­vaba, cantando, en la quebrada sin saber poco ni mucho de esas inquietudes, y los golpes de la ropa blanca sobre la piedra tan solo eran interrumpidos por los cantos de los toches, las mirlas y los turpiales que rondaban alegres por los contornos. Juan José, con los peones, acometió nuevas rozas.
Las horas del domingo las contó Teresa por segundos con el menor ruido suspendía su labor y miraba ansiosa hacia el camino. Pero empezó a oscurecer y Germán no llegaba. Ya Juan José estaba contagiado de incertidumbres y ambos contenían la respiración mientras aguzaban los oídos esperando escuchar los pasos de la cabalgadura. A la medianoche resolvieron recogerse. Ni él ni ella movieron los labios. En la madrugada del lunes Juan José se levantó muy quedo. Estaban muy altas las estrellas y salió al ca­mino. Sí. No había duda se acercaban los pasos de un ca­ballo apresurado. Pero no era Germán. Era otro hombre que paró de repente, asustado.
–¿Y Germán?
–No pudo venir conmigo. Juan José. Soy Tomasito Delgado – ¿se acuerda? En el pueblo todos le están espe­rando a usted. Debemos regresar inmediatamente.
El mozo apenas pudo apearse y mirar como un sonám­bulo a Juan José.
–A mí toda la verdad… y sin reticencias, Tomasito. Suelte lo que sea, malo o bueno, que ya estoy grandecito y curtido para las penas.
–Señor, no puedo más. ¿Por qué tanta desgracia? Lo que ha sucedido es horrible a Germán lo mataron los po­licías.
Juan José quedó petrificado. Poniéndose un dedo en los labios ordenó prudencia a Tomasito. Mientras cambiaba de cabalgadura y ensillaba el mozo, Juan José penetró en la alcoba. Tenía que salir inmediatamente para el pueblo.
–Sosiégate, mi vida, que yo no más regreso con él. No ha pasado nada.
Y por el camino Tomasito amplió las informaciones. Todo aconteció en casa de Jeremías, a quien venían vigi­lando cuando Germán envolvía una carabina, entraron los agentes y sin más dispararon contra ellos. Ambos quedaron tendidos en la sala entre una charca de sangre.
–Cuando lleguemos ya los habrán enterrado, si dejan. Cinco casas llevaban incendiadas y quince personas muertas. A los demás los llevaron amarrados.
Se desmontaron en las afueras y entraron sigilosamente al pueblo. Humeaban todavía algunas casas de paja alcan­zadas por las llamas. Todo estaba cerrado. Pero Juan José logró verse con sus amigos y ellos le enteraron de la dura realidad. Contra sus consejos, fue en busca del Sargento. En el Estanco, en pijama, sentado sobre el mostrador y con una pistola a la derecha y una botella a la izquierda, allí le encontró. Gentes uniformadas, de fachas grotescas y pati­bularias, entraban y salían.
–Ejem!.. Con que usted es el tal Juan José Bedoya. Aquí estoy yo – Sargento Perilla – para darle garantías, ejem! Con que usted es el padre del guache que nos hizo resistencia… ajá! Pues tenga mucho cuidado porque puede seguirle en el camino; pero usted es docilito, no? Y tiene una bonita finca que se llama l Silencio”… Por ahí anda quien se la quiere comprar. Si vale algo?.. Es mi único consejo véndala, porque la puede perder. Y me dicen que usted tiene una hija muy bonita, no? Cómo se llama?
Juan José permaneció mudo. Comprendió al punto que los informes de sus amígos eran exactos. Cuando volvió con pasos vacilantes no encontró personas. Tomasito le mercó unas botellas de aguardiente y le entregó “una en­comienda” que los otros le habían dejado. Montó en su mula y arrastrando tras sí el caballo desocupado de su hijo muerto, comenzó a llorar, solo, por el largo camino, hacia la fatalidad.
No tuvo necesidad de decirles palabras ni a Teresa ni a María del Rosario cuando se desplomó entre sus brazos; y desde entonces empezó su actitud extraviada. Teresa, entre sollozos, comentó:
–El corazón me lo decía! El corazón me lo decía! Esto era mucha felicidad para que durara tiempo. Las cosas no van a parar ahí. El camino de la Gloria va a ser el camino de la Muerte.
Sentado, con los ojos fijos sobre la tierra, como si con­templara a sus pies muertas todas sus ilusiones y esperan­zas, el hombre permanecía inmóvil. Le molestaban los so­llozos de las mujeres en la alcoba y pretendía dentro de su pensamiento empujar las horas para que pasara pronto la crisis nerviosa.
A los pocos días, pie  a pie y silencioso como un ladrón, llegó otro hombre a “El Silencio”. Nuevas noticias malas transitaban por el camino de la Gloria. El Sargento en per­sona con diez hombres debía llegar en su busca de un mo­mento a otro.
Juan José se encerró en su cuarto. Cada momento lim­piaba y aceitaba las armas; contaba y recontaba, los cartu­chos y daba brillo a las vainillas que parecían de oro. A veces paraba todos sus movimientos y se quedaba alejado. Luego era un entrar y salir y un revoleo silencioso que las mujeres se pusieron inquietas.
Hacia las diez de la mañana vieron que salía solo con la carabina y el machete. Desde un ligero alto se detuvo y miró largamente a Teresa y a María, del Rosario sin mover un músculo de la cara; recorrió con la vista toda la here­dad… y desapareció en la espesura.
Todo el día lo pasaron las mujeres solas, rezando, Las horas discurrían lentas, perezosas, preñadas de angustia y de tedio. La noche se echó encima y las mujeres continua­ron rezando. Hacia las once llegó el hombre y entró tan quedo que las asustó con su presencia. Ellas temblaban de miedo. Profundas ojeras circundaban sus pupilas extravia­das que brillaban con un fulgor, sombrío. Con un pañuelo traía fajada la pierna derecha, pero no cojeaba.
–Cuánto has tardado, amor mío! – susurró Teresa – Mil presagios me han estado asaltando todo el día. Por dónde andabas? Hueles a pólvora, tienes las ropas hechas añicos, Dónde has estado, Juan José?
–En cacería de tigres, fue su respuesta. No permitió que nadie se ocupara de él. Se desvistió en silencio, cerró los ojos y se quedó dormido.
A la mañana siguiente Juan José reunió a todos los peones de la finca, aparte, cerca de la quebrada y les noti­ficó:
–El que quiera quedarse, que se quede; el que quiera irse, aquí tiene su paga.
Solamente le acompañaron dos –Elías y Pablo. Los demás se despidieron ahí mismo, sin entender palabra.
Al medio día regresó el más cobarde; lleno de pavor.
–Cerca a las piedras grandes encontramos los cadáveres de once hombres que parecían uniformados. Sus armas no se hallaron por ninguna parte y sus desnudos cuerpos esta­ban horriblemente macheteados. Mis compañeros salieron corriendo, pero el miedo no me dejó pasar.
Teresa y María del Rosario contuvieron la respiración. Las noticias del hombre las ahogaban mientras Juan José permanecía impasible sin concederle importancia al asunto. Cuando el pobre diablo se hubo marchado, Teresa acudió á su marido inquisidora. Él le detuvo la pregunta con una atroz mirada y la llevó aparte.
–Lo que tú decías: fue que el camino de la Gloria se convirtió en el camino de la Muerte, informó tranquilo. Y le cambió la conversación.
5
Sobre “El Silencio” soplaban ya los vientos huraca­nados de la locura porque la tragedia se había apoderado de las almas. Juan José caminaba inquieto, sin sosiego, por todos los lugares; se detenía largamente ante las cosas y ante los animales mirándolos como si los viese por primera vez. Teresa y María del Rosario, temblando, no se atrevían a murmurar ni a suspirar siquiera. Los peones se hallaban apartados, sin trabajar. De manera extraña, Juan José con­dujo a María del Rosario hacia la corraleja para adiestrarla aún más en el manejo de la carabina; la niña se aterró cuando su padre la obligó a disparar sobre los animales.
–Ya no los necesitamos, le explicó.
Los ojos le saltaban un poco de las órbitas. Una risa satánica se conjugaba entre sus labios movidos por leves convulsiones y los dientes parecían más afilados.
Esa noche no permitió que nadie reposara. A todos los puso a limpiar las armas hasta darles una brillantez ofusca­dora. Todos los machetes fueron afilados por él y por los otros dos hombres. Bajó del zarzo la tolda y se puso a doblarla en el suelo con exactitud enfermiza. A veces miraba el vientre abultado de Teresa y lanzaba un bufido extra­humano.
Al día siguiente hizo preparar exceso de provisiones y las empacó con esmero especial. Llamó a Pablo – el peón de más confianza – y le ordenó que saliera con ellas al ca­mino. Si venía gente armada tendría que llegar volando con el aviso. Entonces Teresa se dio cabal cuenta de lo que sobrevendría,
–Que ellos vienen, vienen – dijo el hombre.
Huyamos, Juan Josesíto de mi vida huyamos aunque a esto se lo lleve el diablo.
–Ni con cien mil riesgos! De aquí no nos sacan ni con la muerte!
El día transcurrió sin ninguna novedad. El ruido de las aguas cercanas, algún vuelo de pájaros y el cacareo de las gallinas era todo cuanto turbaba la paz en “El Silencio”. La naturaleza parecía ignorar toda la inquietud que reinaba en ese lugarcito idílico, en ese rincón de su seno, donde tantos esfuerzos nobles y tantas ilusiones puras estaban albergados, La noche llegó como llegan todas las noches sobre el mundo, lenta y silenciosamente. El hombre ordenó a las mujeres que se recogieran a dormir. Y se quedó ve­lando en la oscuridad al lado de un thermo de café.
A la mañana siguiente llegó Pablo con la noticia.
Como lo había previsto Juan José venían, en efecto, muchas gentes armadas. A pie Y a caballo. Tardarían unas cinco horas en llegar.
–Pero son muchos, don Juan José!
–Muchos son pocos, comentó el hombre.
–Cojamos el monte, insinuó Elías.
–No –ordenó Juan José–, dentro de una hora saldre­mos a las piedras.
Eran unas enormes piedras colocadas en el camino, re­lativamente cercanas a la casa que favorecían la situación estratégica. Teresa tendría que permanecer en la alcoba. María del Rosario formaría parte de la partida.
De lo profundo de un precipicio cercano les alcanzaba un olor nauseabundo una corona de gallinazos revoloteaba por el contorno. Acostados tras de las piedras tuvieron mu­cho tiempo para acomodar sus cuerpos y fijar la puntería. Tanto, que María del Rosario regresó por agua porque el sol canicular casi les asfixiaba.
Pronto comenzaron a escucharse voces que se acerca­ban. Yá se distinguían los ruidos de los cascos de las ca­balgaduras y a veces el resoplido fuerte mezclado al ruido metálico de los frenos. Venía mucha tropa; pero se com­prendía que no conocían el terreno porque avanzaban sin orden ni previsión, como si estuvieran gozando de una ex­cursión pacífica.
Una descarga cerrada les recibió de sorpresa cuando estuvieron próximos. Los gritos y las maldiciones retum­baban entre el monte. Caídos, muchos disparaban confu­samente a un enemigo invisible que respondía sin afanes, después de asegurar a mansalva los blancos casi comple­tamente descubiertos. Aquello se prolongó por cuatro horas largas.
Juan José entonces se dio cuenta de la terrible realidad. Sus municiones se agotaban por momentos y el número que tenía adelante era abrumador. Ordenó volver hacia la casa.
–Abandonemos estas malditas piedras, rugió. Apenas si le quedaba la carga del revólver, que había guardado celo­samente, con premeditación especial.
Y llegaron los cuatro, sanos y salvos. Teresa, arrodi­llada ante la Virgen del Rosario oraba elevando sus preces al cielo como pudiera hacerlo un ajusticiado. María del Rosario se dejó caer en una cama extenuada por el es­fuerzo y la tensión de sus nervios sometidos a semejante prueba. Ramón y Elías se internaron como gamos por la quebrada abajo.
Los de uniforme avanzaron sobre la casa. Juan José al­canzó a ver cómo ya traspasaban las cercas medianeras y en paso lento, como cumpliendo un rito ya ensayado, des­enfundó el arma, la acercó a las sienes de Teresa y disparó.
–¡Padre, por Dios! – aulló María del Rosario. No al­canzó a hablar más. De un segundo disparo Juan José le cortó la vida. Luego salió al corredor y con tres disparos segó casi a quemarropa a otros tantos hombres. No logró caminar cuatro pasos y cayó acribillado, de bruces sobre un enorme charco bermejo.
Los atacantes estaban ya en el paroxismo del furor. Al penetrar a la habitación destrozaron enceguecidos los cuerpos de las mujeres. En seguida comenzaron las llamas a subir.
–¿Los enterramos?, preguntó alguno.
–¡Qué diablos! ¡Enterremos a los nuestros. A esos arras­traos… que se los coman los chulos!
Por el azul del cielo pasaron, volando, unas palomas.
Tres palabras
Este texto es gentileza de Fernando Jaramillo Echeverri, cedido especialmente para Narrativa Breve. Es parte de la reedición de la obra en el 2014 que apareció en 1954 con los tres cuentos que ganaron el Concurso literario de la Asociación de Escritores y Artistas de Colombia, en el cual Gabriel García Márquez obtuvo el primer premio en su vida de escritor. Julio 1954. El libro de entonces fue publicado por el Ministerio de Educación de Colombia bajo el título “Tres cuentos colombianos”.
Fernando Jaramillo: memorabilia.ggm@gmail.com
*** Segundo lugar del Concurso literario de la Asociación de Escritores y Artistas de Colombia, en el cual Gabriel García Márquez obtuvo el primer premio en su vida de escritor. Julio 1954, Ruiz Rivas es conocido por sus trabajos sobre la vida e importancia de Simón Bolívar.
Sombrero-de-jipa
Sombrero-de-jipa
Sombrero de jipa
Glosario
Soñoliento: equivalente a somnoliento
Dinde meleagris: es un tipo de gallinácea del género de las Phasianidae y de la familia de los Meleagridinae. El macho es dindon y la hembra dinde.
Diomate: árbol que alcanza a los 30 metros de altura y cuyo tronco puede medir hasta un metro o dos de circunsfarencia. Corteza blanca en placas y cuerpo interior amarillento. Exuda mal olor.
Guadúa: Tipo de caña angustifolia, popularmente denominada guadua o tacuara. Es una especie botánica firme y muy resistente, de la subfamilia de las gramíneas Bambusoideae, que tiene su hábitat en la selva tropical húmeda a orillas de los ríos.
Bejuco: liana. Bejuco aparece también como sinónimo de bambú y caña.
Claro de arepa. La arepa es una especie de tortilla se se consume en Colombia. Está hecha de maíz y a veces reemplaza al pan. El claro de arepa pareciera ser un tipo de sopa.
Fangal: terreno cubierto de barro blando y viscoso.
Paujil o paujiles: Ave de las zonas boscosas en Colombia a punto de extinguirse. Tiene el pico azul. Hoy su hábitat se ha centrado en una zona del país. Anteriormente, la especie Crax Alberti nombre científico del animal se distribuía en bosques aislados del norte de Bolívar, en la serranía de San Jacinto, bajo y medio Magdalena, en el bajo Sinú, entre la cordillera Central y Occidental, Serranía San Lucas, Nechí y Honda al norte del Tolima. Pero en casi todos estos sitios desapareció.
Cimera. La parte superior de un árbol. La copa de los árboles. También la parte superior del morrión de una armadura, que solía adornarse con plumas.
Macollas: f. Bot. Conjunto de tallos, flores o espigas que nacen de un mismo pie.
Chiricaspi (Brunfelsia): es un árbol mediano siempre verde con ramas un tanto caídas que llega a subir hasta los tres metros. Sus hojas y flores tienen propiedaes alucinógenas y han sido usadas por algunas tribus del Amazonas. Field Museum of Natural History, Chicago).
Ambar: El ámbar, árabe o succino (del latín succinum) es una piedra semipreciosa compuesta de resina vegetal fosilizada proveniente principal-mente de restos de coníferas y algunas angiospermas. Es de color marrón claro normalmente, aunque existen variedades amarillas y verdosas.
Tara o taray: planta con usos medicinales que crece en forma de mata. El nombre científico que se le ha dado a esta especie es el de Tamarix gallica. Las hojas de esta especie son bastante delgadas y de forma muy estrecha. Hoy en día se conocen numerosos usos medicinales a partir de la planta de taray. Los más importantes, sin embargo, son los de astringente, cicatrizante y remedio antidiarreico.
Higuerón: (Nombre científico Ficus citrifolia Mill). Arbol corpulento con los años, que requiere climas cálidos para vegetar, así como una exposición soleada. Su madera tiene aplicaciones para postes. Se multiplica por esquejes. Se usa para matar las lombrices.
Pitaaya: es una planta cactácea que da un fruto comestible caro y apetecido en Europa. La cáscara es de un verde purpúreo o de color amarillo. Las pitayas amarillas son más caras, dado que no se cultivan tan a menudo. Vietnam es un país que entrega cantidades al mercado. Su corteza se emplea como purgante.
Nigua: Es una pulga que también se conoce como pique y ácaro rojo. En estado de larva constituyen un parásito que provoca fuerte picazón en la piel y ronchas parecidas a la urticaria.
Jaibí: No se encontró significado.
Pejugal: Pequeña porción de tierra, de siembra o de ganado que se entrega en medianía a los capataces para que la cultive por su cuenta, como parte de su paga anual.
Olanes: (México). Volante o tira de tela plegada que llevan como adorno algunas prendas femeninas. Ejemplo: una falda con olanes.
Sombrero de jipa: es el antiguo y tradicional sombrero de jipijapa, con ala ancha. El jipa de anchas alas y cinta verde es atuendo dominguero obligado de los campesinos colombianos.
Dotor Jaramiyito: Doctor Jaramillito o Jaramillo.
Cargadita: que está embarazada o preñada.
Exorbitantes: También exhorbitante.
Guache: joven, dialecto instrumental, paisa, persona grosera, hombre brusco, patán.
Mercar: Vender algo.
Arrastrao: persona vil, abyecta.
Chulo: ave de carroña. También guapo, buenmozo.
Zarzo: El zarzo es un material de construcción ligero hecho tejiendo ramas delgadas (ya sean enteras o, más habitualmente, divididas) o listones verticales entre estacas para formar una red tejida. Ha sido comúnmente usado para hacer cercas y vallas para delimitar el suelo o el manejo del ganado. El zarzo puede fabricarse como paneles sueltos, ranurados entre la armadura de madera para hacer paneles de relleno, o puede ser hecha en el lugar para formar el conjunto de una valla o pared. La técnica se remonta a tiempos neolíticos.
Bermejo: color rojizo. Bermejos se les dice también a los europeos rubios.
Yellow pitaaya
Yellow pitaaya

Paujil
Paujil

ernesto-bustos-garridoErnesto Bustos Garrido (Santiago de Chile), periodista, se formó en la Universidad de Chile. Al egreso fue profesor en esa casa de estudios, Pontificia Universidad Católica de Chile y Universidad Diego Portales. Ha trabajado en diversos medios informativos, televisión y radio, funda-mentalmente en La Tercera de la Hora como jefe de Crónica y editor jefe de Deportes. Fue director de los diarios El Correo de Valdivia y El Austral de Temuco. En los sesenta y setenta fue Secretario de Prensa de la Presidencia de Eduardo Frei Montalva, asesor de comunicaciones de la Rectoría de la U. de Chile, y gerente de Relaciones Públicas de Ferrocarriles del Estado. En los ochenta fue editor y propietario de las revistas Sólo Pesca y Cazar&Pescar. Desde fines de los noventa intenta transformarse en escritor.

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