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lunes, 18 de abril de 2016

HERMANN HESSE - LA LEYENDA DEL REY INDIO

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HERMANN HESSE - LA LEYENDA DEL REY INDIO
En la antigua India de los dioses, muchos siglos antes del advenimiento de
Gotama Buda el excelso, sucedió que los brahmanes ungieron a un nuevo rey. Este
joven monarca gozó de la confianza y las enseñanzas de dos sabios varones que le
enseñaron a purificarse mediante el ayuno, a someter a la voluntad los impulsos
tormentosos de su sangre y a preparar su mente para el entendimiento del Todo y
Uno.
En efecto, por esta época habían estallado entre los brahmanes ardorosas
polémicas sobre los atributos de los dioses, sobre las relaciones de unas
divinidades con otras y sobre las de éstas con el Todo y Uno. Algunos pensadores
empezaban a negar la existencia de múltiples divinidades, y postulaban que los
nombres de éstas no eran más que denominaciones de los aspectos sensibles del
Uno invisible. Otros negaban con apasionamiento estas doctrinas y se aferraban a
las viejas divinidades, sus nombres y sus imágenes; ellos precisamente no creían
que el Todo y Uno fuese un ser concreto, sino sólo un nombre aplicado al
conjunto de todas las divinidades. De manera similar, para unos las palabras
sagradas de los himnos eran creaciones temporales, y por consiguiente mudables,
mientras otros las tenían por primigenias y la única cosa auténticamente
inmutable. En estos aspectos del conocimiento de lo sagrado, lo mismo que en los
de manifestaba el afán de llegar a conocer las verdades últimas, y por eso
dudaban y discutían sin descanso de qué fuese el Espíritu mismo, o sólo su
nombre, otros rechazaban esta distinción entre el Espíritu y la palabra,
considerando que el ser y su imagen eran entidades inseparables. Casi dos mil
años más tarde los mejores ingenios de la Edad Media occidental discutirían casi
exactamente los mismos puntos. Y aquende como allende hubo pensadores serios y
luchadores desinteresados, pero también hubo prebendados desprovistos de
espíritu y de caridad a quienes preocupaba únicamente que tales discusiones no
redundasen en el desprestigio del culto o del templo, ni que la libertad de
pensamiento o de discusión sobre la naturaleza de las divinidades fuese a
mermar, por ventura, el poderío ni las rentas de la casta sacerdotal. Lo que
ellos querían era seguir viviendo como parásitos del pueblo; cuando el hijo o la
vaca de alguno caían enfermos, los sacerdotes se le metían en casa durante
semanas y le chupaban toda la hacienda en forma de ofrendas y de sacrificios.
Y también aquellos dos brahmanes de cuyas enseñanzas disfrutaba el rey, siempre
ávido de saber, estaban reñidos en cuanto a las verdades últimas. Pero como
ambos tenían fama de gran sabiduría, el rey, entristecido por tal desavenencia,
solía decirse: «Si ni siquiera estos dos sabios consiguen ponerse de acuerdo en
cuando a la verdad, ¿cómo podré conocerla nunca yo, con mí flaco entendimiento?
No dudo de que debe existir una verdad única e indivisible, pero me temo que ni
siquiera los brahmanes puedan llegar a conocerla con seguridad».
Cuando los interrogaba al respecto, sus dos preceptores contestaban:
—Muchos son los caminos, pero el destino es único. Ayuna, mortifica las pasiones
de tu corazón, recita las estrofas sagradas y medita acerca de ellas.
El rey hizo de buena gana lo que le aconsejaban, y realizó grandes progresos en
la sabiduría, pero sin alcanzar nunca su meta de poder contemplar la verdad
última. Cierto que logró superar las pasiones de la sangre, así como aborrecer
los deseos y los placeres animales. E incluso para comer y beber tornaba
solamente lo indispensable (un plátano al día y unos granos de arroz). Así se
purificaba de cuerpo y espíritu, y enfocaba al objetivo definitivo todas sus
fuerzas e impulsos de su alma. Las palabras sagradas, cuyas sílabas antes
le
parecían monótonas y vacías, desplegaban ahora para él todos los encantos de su
magia y le dispensaban consuelo íntimo. En estos torneos y ejercicios de la
razón iba conquistando premio tras premio. Pero siguió sin hallar la clave del
secreto final y de todos los misterios del ser, y eso lo tenía triste y
cariacontecido.
por rnedio de una Entonces decidió disciplinarse
Entonces decidió disciplinarse por medio de una gran penitencia. Para lo cual se
encerró durante cuarenta días en la más apartada de sus estancias sin probar
bocado y durmiendo en el suelo, sin manta ni almohada. Su cuerpo enflaquecido
exhalaba un aroma de pureza, su rostro delgado relucía de un brillo interior y
su mirada avergonzaba a los brahmanes por la ecuanimidad purísima que traslucía.
Superada esta prueba de cuarenta días, convocó a todos los brahmanes en el atrio
del templo para que ejercitasen su ingenio en la resolución de las cuestiones
más difíciles. Y mandó traer vacas blancas con las frentes adornadas de cadenas
de oro, como premio para los vencedores del concurso.
Los sacerdotes y los sabios acudieron, tomaron asiento y se enzarzaron sin
demora en la batalla de las ideas y de las palabras. Paso a paso demostraron la
exacta correspondencia entre los dos mundos, el sensible y el del espíritu,
afilaron sus inteligencias en la interpretación de los versículos sagrados y
disertaron sobre el Brahma y el Atman. El ser elemental de cien brazos fue
comparado con el viento, con el fuego, con el agua, con la sal disuelta en el
agua, con la unión del hombre y la mujer. También idearon parábolas e imágenes
para describir el Brahma creador de dioses que son más grandes que el mismo
Brahma, y distinguieron entre el Brahma creador y el que encierra en sí lo
creado, de manera que procuraban compararlo consigo mismo. Y argumentaron
brillantemente sobre sí el Atman es anterior a su nombre, o si su nombre es
idéntico a su esencia o sólo una creación de ésta.
Una y otra vez intervino el rey proponiendo temas para nuevos interrogantes. Sin
embargo, cuanto más prodigaban los brahmanes sus respuestas y sus explicaciones,
más solo y abandonado se hallaba entre ellos el rey. Cuando más preguntaba y
asentía al escuchar las respuestas, y mandaban que fuesen premiadas las más
ingeniosas, más ardía en su anterior el anhelo de la verdad misma. Pues bien se
daba cuenta de que todos aquellos discursos y análisis no servían sino para dar
vueltas alrededor de ella, pero sin tocarla nunca. Nadie lograba entrar en el
círculo interior. De manera que, conforme iba proponiendo preguntas y repartía
honores, se veía a sí mismo como un niño dedicado junto con otros niños a una
especie de juego. Hermoso, sí, pero de los que provocan sonrisas indulgentes por
parte de los hombres adultos.
Por eso el rey fue ensimismándose cada vez más, pese a hallarse en medio de la
gran asamblea. Cerró todos los sentidos y dirigió su voluntad ardiente a ese
foco, la verdad, pues sabía que todos los seres participan de ella y duerme en
el interior de cada uno, también en el de los reyes. Y como era un ser puro, en
cuyo interior no subsistía ninguna escoria, fue encontrando suficiencia y
claridad dentro de sí mismo. Cuanto más se sumía en sí, mayor era la luz que
percibía, corno el que camina dentro de una caverna y cada paso le lleva más y
más cerca del resplandor de la salida.
Mientras tanto, los brahmanes continuaron largo rato hablando y discutiendo, sin
darse cuenta de que el rey estaba como sordo y mudo. Se exaltaban, alzaban las
voces cada vez más, y no pocos manifestaban así la envidia por las vacas que
habían correspondido a otros.
Hasta que, por fin, uno de ellos reparó en la distracción del monarca.
Interrumpiendo su discurso, levantó la mano y lo señaló con el dedo, y su
interlocutor calló e hizo lo mismo, y e1 vecino de éste también. Al fondo del
atrio algunos grupos alborotaban y charlaban todavía, pero la mayoría
guardaba
un silencio sepulcral.
Hasta que callaron todos, sentados sin decir nada y
mirando al rey, que se mantenía erguido, el semblante impasible, la vista
dirigida al infinito. Y su rostro irradiaba una luz fría y clara como la de una
estrella. Entonces todos los brahmanes se inclinaron ante su éxtasis y
comprendieron que cuanto estaban haciendo era sólo un juego de niños, mientras
que el personaje real estaba habitado por Dios mismo, el epítome de todos los
dioses.
Pero el rey, cuyos sentidos estaban fundidos en la unidad y vueltos hacia lo
interior, seguía contemplando la verdad misma, indivisible, en forma de luz pura
que infundía en su interior una certeza dulcísima, a la manera en que un rayo de
sol cuando atraviesa una piedra preciosa la convierte en luz y sol, con lo que
criatura y creador se hacen uno.
Luego volvió en sí, y cuando miró a su alrededor, sus ojos reían y su frente
brillaba como un lucero. Despojándose de sus ropas, salió del templo, salió de
la ciudad y del reino, y se adentró desnudo en la selva, donde desapareció para
siempre.

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