“Te llevarás tu pequeña selva negra en tu cuerpo bello” -le dijo mientras le mimaba con dulzura su pubis oscuro, rizado como su cabello, todavía húmedo, pero aún cálido entre sus dedos cuidadosos. Ella le sonrió y le acarició con finura la cabeza, sin decir nada. “También te llevarás mis ilusiones y mis sueños, mis silencios extasiados, y lo que me decían sólo a mí tus ojos” –pensó, y se abrazó a ella, por última vez, fundido a ese cuerpo desnudo de piel suave, como una porcelana negra, un cuerpo que pronto sería sólo un fantasma remoto en sus recuerdos obstinados. “Y me faltarán tus risas contagiosas con la alegría de un niño ingenuo, que a veces me concedías y me colmaban de esperanzas”. La miró, parecía dormir un sueño tranquilo. Se acercó a sus labios ya lejanos, un beso manso de impulso fatigado, de un crepúsculo sin tregua. Lloró por largo rato, un lamento triste tan lejano de aquellos momentos felices que habían compartido tantas veces. Se alejó sin decir palabra, sin ruido, cuidando sus pasos temerosos, su respiración apenas perceptible, su nostalgia ya vencida, su muerte inevitable ya anunciada.
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