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viernes, 8 de julio de 2016

Cuento de Margarita Martín Ortiz: Abrir un libro

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Marguerite Gerard, cuento
Desde que supo que el propietario de la librería para la que trabajaba estaba considerando cerrar, Laura sintió como si acabaran de comunicarle que la enfermedad de un ser querido entraba en fase terminal. De tal modo lo asimiló a la proximidad de la muerte, que comenzó a llegar antes y a marcharse más tarde, como si estuviese llevando a cabo un sistema de turnos para cuidar a un enfermo y pusiese su máximo empeño en que el paciente no se marchara sin que ella estuviese presente para despedirse.
Se esmeró por arreglar el escaparate como nunca antes había hecho. Las novedades que aún llegaban, como una débil muestra de que aún podían sobrevivir, y que antes permanecían en la caja en uno de los pasillos más tiempo del debido, eran colocadas por sus hábiles manos, que acariciaba los libros y sonreía, depositando en ellos una esperanza que estaría viva mientras la librería no cerrara.
A pesar de todo, su interior seguía despidiéndose y para hacerlo como un lugar querido se merece, recopilaba con cuidado todos los recuerdos que tenía desperdigados en la memoria de sus dieciocho meses en “El Recreo”. Curioso nombre, pensó la primera vez que pasó por delante de su escaparate. Estaba muy próximo a la academia en la que preparaba el acceso a la universidad y muy pronto se convirtió en costumbre detenerse a contemplar los volúmenes que reposaban tras el cristal y, casi sin querer, los cambios que iba sufriendo el local, pues hacía muy poco que habían abierto, de modo que casi vio como daba sus primeros pasos entre los comercios del barrio. Llegó a sentir un poco de orgullo cuando vio colocar el rótulo luminoso y, posteriormente, el toldo rojo con el nombre en letras blancas.
Le gustaba contemplarlo al pasar y verlo desde fuera, alegrándose cuando alguien entraba y, más aún, si salía llevando un libro entre sus manos. De algún modo, compartía la felicidad de que el negocio fuese bien; se sentía unida al destino de aquel local como nunca lo había estado a ningún otro del barrio. Y había habido muchos otros comercios en ese mismo lugar; podía recordar la mercería de Lola, siempre sentada tras el mostrador, tejiendo, como si se sintiera obligada a dar ejemplo de que los productos que vendía eran útiles, aunque la mayoría de las personas adquiriesen las prendas en los grandes almacenes. Ella no pensaba así, sino que seguía creyendo que “como algo hecho con nuestras propias manos no podía ser lo impersonal, adaptado a una talla establecida por alguien a miles de kilómetros, desconociendo nuestro modo de alimentarnos y de sufrir las inclemencias del tiempo”. Para Lola, lo que se tejía era eterno, algo de lo que nunca nos desprendíamos porque tendría por siempre el tacto de las manos queridas que lo habían confeccionado. ¡Cómo le gustaba oírla decir aquellas cosas! Fue a través de los ojos y las palabras de Lola que aprendió a querer el barrio, a comprenderlo y a asimilar que cada comercio aportaba un poco de vida a la amalgama de casas viejas y bloques relativamente nuevos en la que se había convertido, haciendo convivir a muchas personas de edad, con niños y jóvenes que hacía poco que se habían mudado. El collage que entre todos iban formando requería de un pegamento consistente, invisible y estratégicamente colocado, que permitiera que la vida fluyera con tranquilidad. Esa era la misión de los comercios, según solía decirle Lola.
Cuando Laura los contemplaba, aceptaba que era así, que la panadería era la primera parada de la mañana, donde se daban los buenos días, se comentaba el tiempo y se adquiría el calor que nos impulsaba para continuar hacia la frutería, que era algo más que el lugar donde comprar fruta; allí se adquirían conocimientos sobre los productos del país y aquellos que venía de fuera, por escasez o por aquella política de importaciones que nadie terminaría de comprender nunca. Aprendió que el bar era la parada obligada de los sábados y domingos al mediodía, que era una forma de salir de casa, sin dejar de estar en ella; nos animaba a abandonar la comodidad desmedida del hogar y, a cambio, nos ofrecía la placidez del lugar conocido, donde sabían nuestro nombre y la bebida que pedíamos siempre. Era agradable saberse conocido, recibir el interés del camarero cuando nos llevábamos varios días sin ir, porque nos hacía recuperar el concepto de familia extensa que tenían nuestros abuelos en el pueblo, un lugar donde todos se conocían y sabían de las costumbres del otro, pero que jamás osarían perturbarlas de ningún modo.
El barrio tenía su propia iglesia, su escuela y su instituto, así que bien podría erigirse en una comunidad independiente, puesto que, además, contaba con una delegación municipal y una oficina de recaudación. En definitiva, tenía todos los requisitos para darle autonomía a la vida de la gente. Comprenderlo fue para Laura la constatación de que ya nunca podría salir de allí. Salir sí, pero no de un modo definitivo; su vida estaba anclada a aquellas calles y aquellos seres que las transitaban y le parecía imposible marcharse a vivir a otra zona, ni siquiera trabajar demasiado lejos. Necesitaba estar allí, sentirse identificada por sus habitantes, perder el anonimato de la gran ciudad en beneficio de que sus vecinos la saludaran por su nombre. Por eso se sintió tan afortunada cuando comenzó a trabajar como asistenta de una anciana de su mismo barrio. La mujer vivía sola y los años habían comenzado a hacer mella en sus facultades físicas, de modo que requería de alguien que la ayudara. La sorpresa de Laura fue que no se trataba de realizar ninguna tarea doméstica, lo único que quería la mujer era compañía, y, especialmente, que alguien se sentara a su lado y le leyese durante la tarde.
Laura descubrió el placer de leer para alguien que amaba la lectura y que, además, ya no podía recrearse en las páginas de un libro. Ya no se trataba de hacerlo con voracidad, en la parada del autobús o en el banco del parque; iba a leer con un ritual y una atención que permitieran a la anciana revivir tantas otras tardes a lo largo de toda su vida, que ella había dedicado a esa maravillosa tarea.
El lugar era muy importante. Debía tener luz suficiente y un asiento que se adaptara bien al cuerpo para acogerlo durante muchas horas. Aunque sería inevitable sentir después las incomodidades de tantas horas en la misma posición, mientras se leía eso no importaba; el cuerpo quedaba paralizado en beneficio de la mente, que se movía siguiendo el ritmo de la narración. Disfrutar de la lectura suponía disminuir al mínimo las funciones del cuerpo para avivar las de la mente, abriéndola a todo tipo de emociones, ideas y posibilidades. Por eso no convenía que existiera ninguna fuente de perturbaciones. En aquel coqueto salón no había más que el mobiliario estrictamente necesario y, por supuesto, libros; cientos de ellos, llenando las estanterías que cubrían las paredes; libros como la única explicación posible a que Laura estuviese allí y, como muy pronto comprendió, a que aquella anciana continuara existiendo. Los libros eran su razón de ser, el motor que le daba vida, puesto que cuidarlos, ordenarlos, releerlos y adquirirlos eran el objetivo que perseguía desde su juventud, como le fue contando a Laura.
La joven comprendió que era posible ese tipo de vida, que no existía complejo posible en quien se dedica a algo tan noble, por mucho que la sociedad la contemplase como una especie extraña, ni siquiera digna de estudio y atención. Cómo podía pensarse algo semejante de una persona que tiene en su casa el trabajo de cientos de autores, las reflexiones y emociones de tantos seres reales y de tantos otros creados por su imaginación. Le parecía un sacrilegio, la prueba evidente de una equivocación.
Entre los libros de aquella casa aprendió que la mejor forma de organizar una biblioteca era la inspiración personal, que la que permitía hilvanar recuerdos con las historias que contenían, unir la vida del libro con la propia. “Cuando leí este acababa de mudarme aquí” –decía la mujer con una sonrisa nostálgica. “Este otro… –sonreía tiernamente– me lo regalaron cuando me jubilé”, y así en una sucesión incesante de retazos de su historia personal, indefectiblemente enlazados con la imaginación de quien creó un relato tan poderoso que había sido capaz de adentrarse en la vida de una lectora y terminar acaparándola.
Aunque, al principio, Laura sintió la punzada de ansiedad de que no tendría tiempo suficiente para leer todo lo que se ofrecía ante sus ojos, la anciana fue capaz de demostrarle que, cuando se trataba de lectura, el tiempo era caprichoso y nos permitía ir mucho más lejos de lo que nuestras fuerzas y nuestra esperanza aventuraban.
Se aplicaron a la tarea desde el primer día. Tras las presentaciones, entre ellas y entre Laura y la inmensa biblioteca, la señora le ofreció un libro que tenía sobre la pequeña mesa que sostenía una austera lámpara. Laura se apresuró a abrirlo, pero la anciana, con la sonrisa indulgente que los adultos reservan para los niños traviesos, la obligó a cerrarlo, mirarlo detenidamente y acariciarlo.
–Un libro requiere un recibimiento, una aproximación delicada –le dijo dulcemente.
A Laura no le pareció extraño, nada lo era en aquella casa. Aquel maravilloso recipiente de los grandes misterios, dudas y verdades de la humanidad, no podía ser tomado al asalto, apresuradamente. Aceptó aquella primera lección como la más importante de cuantas iba a recibir durante el tiempo que acudiese a aquella casa.
La segunda lección tenía que ver con el ritmo. Cuando la anciana comprobó que Laura se lanzaba a leer, como quien deja atrás un campo quemado o como el viajero que cuenta los postes eléctricos mientras el tren lo aleja de un lugar para aproximarlo a otro, hizo un gesto leve de asentimiento, mostrando que se había representado la posibilidad de que su joven lectora tuviese esa mala costumbre, la hizo detenerse, respirar hondamente con los ojos cerrados y, entonces, abrir el libro de nuevo, no buscando su final página a página, sino con la curiosidad de quien contempla el mar o se adentra en un bosque, dejando que el olor y el tacto de las páginas le guíe.
Así comenzó la lectura y el aprendizaje de Laura, que, muy pronto, se dio cuenta de que hasta la fecha, no había sabido disfrutarla. Ciertamente, se había sorprendido, ilusionado, emocionado e incluso, decepcionado leyendo, pero, por primera vez, sintió que la narración se trasladaba a su cerebro y tomaba cuerpo, sin que su mente hiciese el más mínimo esfuerzo. Como volutas de humo que fuesen uniéndose para adquirir consistencia, el contenido de cada frase se elevaba hasta su imaginación para construir un universo nuevo, desconocido, del que sentía que participaba intensamente.
La anciana la veía salir de su casa, unas veces como un ser iluminado, otras, como alguien que carece de entendimiento y voluntad porque los ha entregado gustosamente, y la dejaba marchar sin mayor comentario. Sabía que Laura estaba descubriendo otro mundo, como ella había hecho en un tiempo muy lejano, siendo una niña, y esa transformación merecía un respetuoso silencio y la contención suficiente para impedir que una palabra de más hiciese a la nueva lectora caer del alambre imaginario y volver a una realidad mediocre, que no permite profundizar en el alma de quien escribe. La mujer tardaría varias semanas en confesarle que, para ella, la lectura era una comunión con el escritor, una forma maravillosa de adentrarnos en las interioridades de un desconocido que, por esa vía, acaba siendo alguien que irrumpe en nuestra vida y a quien podemos elegir dejar en ella para siempre.
Habían transcurrido casi dos meses desde el inicio de aquella inexplicable relación a la que solían llamar trabajo, cuando la anciana le pidió que acudiera a la librería. Laura se mostró encantada; se había detenido tantas veces ante aquel escaparate, cada tarde mientras caminaba hacia la casa de la mujer, que poder entrar se le antojaba un premio inmerecido. La anciana sonrió cuando la oyó decirlo, puesto que, sin darse cuenta, Laura estaba incorporando a su vocabulario expresiones que aludían a un mundo de ilusión y de sueños que, hasta entonces, había permanecido oculto en su interior. Por eso supo que era el momento de que diese el siguiente paso. Habían leído según su gusto y, a veces, su capricho; ahora iba a dejar que fuese la joven quien eligiera. Laura se mostró decidida y turbada a un mismo tiempo, consciente de que para alguien que había leído tanto y tenía tan alta consideración a la lectura, adquirir un libro no era una acción de poca importancia. Manifestó su temor a defraudarla y la mujer sonrió tiernamente.
–Un libro nunca nos defrauda; si lo hace, es que no hemos sabido comprenderlo. Deja que sea él quien te elija a ti –dijo con aquella forma suya de derramar certezas como pequeñas conjeturas.
Así fue como Laura entró por primera vez en “El Recreo”.
Leandro la vio, una vez más, ante el escaparate. Esta vez no miraba los libros expuestos, sino que parecía evaluar las posibilidades de que acercándose a la puerta y empujándola, lograse abrirla. El hombre procuró componer un gesto que la animara a hacerlo y, en cuanto que la muchacha traspasó el umbral, haciendo sonar la campanilla que colgaba del techo, recuperó su habitual expresión de seriedad, en parte por la poca costumbre de variarla y, en parte, porque intuía que, manteniéndola, no ayudaría a la joven a vencer su timidez. Así que se limitó a hacer un gesto con la mano, invitándola a mirar cuanto quisiera. Ya era un paso importante que, después de semanas mirando el escaparate, se hubiese decidido a entrar.
Laura afrontó la entrada en la librería como había aprendido a afrontar la lectura, el mismo ritual con el que el resto de su vida se enfrentaría a las cosas que considerara sagradas. Cerró los ojos y aspiró, dejando que en su interior prendiera el aroma de tantas páginas cuidadosamente encuadernadas. Aunque este procedimiento serenaba el ritmo de su respiración, el efecto no duraba más allá de los escasos segundos que tardaba en abrir los ojos. Entonces, todo el colorido de las portadas, la disposición en las numerosas baldas que cubrían las paredes y el mosaico que conformaban las novedades en la pequeña isla central acudían a ella como un torbellino desordenado por el vendaval de febrero.
Caminó lentamente por el pasillo que se abría a su izquierda, intentando orientarse, lo que resultaba difícil por su confusión inicial y porque no existía identificación acerca de la temática de los libros que se encontraban en cada lugar. Cuando por sí misma logró comprender el criterio que se había seguido, se sintió más cómoda y fue dirigiendo su mirada aquí y allá, adquiriendo cierta seguridad.
Habían transcurrido diez minutos y, mientras fingía que leía un folleto de novedades, Leandro no había dejado de mirarla. Por fin, se decidió a hablarle desde el mostrador, que se hallaba al fondo.
–Si necesita algo, dígamelo –su voz resonó con un punto de impaciencia o desconfianza y fue aquel error no premeditado, el que animó a Laura a expresar sus dudas:
–¿Cómo puedo acertar en la elección de un libro? –preguntó seriamente, mostrando que el asunto era de crucial importancia para ella.
Leandro se puso de pie y abandonó su lugar tras el mostrador para acercarse a la muchacha.
–Verá, es una cuestión de gustos, pero también hay un poco de azar –tanteó el hombre, sin saber muy bien con qué respuesta podría satisfacer la curiosidad de su interlocutora.
–Entiendo que pueda gustar un género, pero aún así… –dudó Laura.
–Aunque dentro de ese género le parezca que el libro elegido no le gusta, siempre encontrará en él algo que la haga pensar, que la haga emocionarse e, incluso, que recuerde mucho tiempo después –respondió el hombre.
Laura continuó su recorrido, pero no encontró nada que pudiera llevarse con posibilidades de agradar a la anciana, ni ese día ni otros dos más, hasta que una tarde la mujer le preguntó acerca de lo que estaba leyendo. Laura se había acostumbrado ya a no elevar demasiado la voz y a entonar al modo que la narración requería y, tanto se concentraba, que la interrupción de la anciana –con ser un gesto suave en el brazo– la sobresaltó. Se miraron un momento, conscientes de que la pregunta abría la puerta a una nueva lección, pero esta vez, sería la joven quien debería mostrar sus conocimientos.
Cuando Laura habló lo hizo con total seguridad, como quien explica un sueño o el fruto de su imaginación y, tanto gustó a su interlocutora, que ésta se afanó en pedir más detalles, convirtiendo la conversación en la narración de una lectura distinta a la que se había producido esa tarde.
Al día siguiente, Laura fue capaz de elegir un libro para satisfacción de la anciana y del propio Leandro, que casi había dado por perdida la venta. Con el tiempo, la muchacha se daría cuenta de que no había sido capaz de dar el paso hasta que no dio a la mujer algo de lo que sentía al leer, permitiendo que ella también participara de aquella intensa emoción. Esa comunicación, que era más profunda que la que dos personas que apenas se conocían llegarían a tener en tan poco tiempo, la animó a aproximarse y seleccionar un libro que había visto durante los días en los que se había debatido para satisfacer a la anciana, hasta que descubrió que debía aplicar su propio criterio.
Acudió en muchas otras ocasiones y llegó a trabar una relación fluida con Leandro; tanto, que así supo de las dificultades que tenía el hombre para atender por las mañanas las pequeñas ferias de libros que se organizaban en los institutos y hacer numerosas gestiones para mantener un negocio que sostenía a duras penas. Con naturalidad, Laura se ofreció a quedarse; al fin y al cabo, solo acompañaba a la anciana por las tardes, ya que por las mañanas, tenía una asistenta que atendía la casa y cuidaba de ella. Así fue como se inició en aquel trabajo, siguiendo las directrices de Leandro y sin atreverse a poner nada de sí misma, hasta el día en el que el hombre le comunicó con pesar la posibilidad de cerrar, ante la escasez de ventas.
Se lo había dicho al iniciar la mañana, justo antes de que él tuviera que marcharse a realizar algunas gestiones bancarias. Eso supuso que durante toda la mañana Laura estuviese meditando cómo evitar aquella catástrofe. No se trataba de que perdiera aquel trabajo, cuya remuneración no era muy elevada, sino que perdía la maravillosa oportunidad de estar en contacto con libros también por la mañana, de recibir novedades, colocarlas y después poder comentarlas con la anciana. Además, en el barrio era la única librería, de modo que aquella comunidad que ella consideraba perfecta, se vendría abajo por uno de sus pilares más importantes. Laura consideró que debía hacer algo más y solo entonces se le ocurrió aplicar sus gustos a la organización de la librería. Leandro la dejó hacer, pensando que el final era inevitable y, después de todo, no haría ningún mal efectuar algunos cambios. No confiaba en que diese ningún resultado, pero con el paso de los días, vio que los sábados acudían niños y se sentaban en la alfombra que Laura había colocado en un espacio creado especialmente para ello. Para acompañar a los niños, naturalmente, venían padres y madres que, si durante la semana se comportaban de modo apresurado, el sábado parecían más dispuestos a curiosear por el interior de la librería. Eso hizo que consultaran novedades, hicieran encargos y adquiriesen algunos libros. No es que supusiera un aumento considerable de las ventas, pero el local se llenó de vidas distintas a las de Leandro y Laura y eso lo hizo más luminoso, más abierto al barrio, como si se hubiese convertido en un centro de comunicación. Allí se encontraban también los vecinos y, cuando comenzó el nuevo curso, allí encargaban los libros de texto y los de lectura recomendada por los profesores; allí comenzó a hablarse de una parte de la vida de los habitantes del barrio y, por esa vía, el local se introdujo en las rutinas de las personas, como hasta entonces lo habían sido otros comercios.
Aunque Laura vivía con tristeza el estado de postración en el que ya estaba la anciana, que apenas si podía seguir sus lecturas, no había dejado de acudir a su domicilio, ni tampoco a la librería. En su mente, siempre estarían unidas ambas acciones. Así se lo explicó una mañana a Leandro, que se  interesó por la razón que la había llevado a asumir tanta carga de trabajo para evitar el cierre:
–Sería como dejar morir a un ser querido.

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